Ayer me llevé una sorpresa muy agradable cuando vi en facebook los dibujos que había hecho la estupenda
ilustradora Xènia de Armengol , inspirada en mi cuento El disfraz mágico.
Me gustaron muchísimo, pues como todos los suyos son fantásticos y, además, me encantó que leyese mis cuentos como si fuese una niña más.
Me contó que según lo iba leyendo se le
iban ocurriendo las ilustraciones. Le agradezco
que, de una manera desinteresada, me
deje poner el dibujo en mi blog porque,
desde hoy, está más bonito gracias a ella.
Como estamos en Carnaval y, además, ahora sí que tenemos Un disfraz mágico, os lo vuelvo a mostrar para que veáis lo bonito que está. Un beso muy fuerte para Xenia.
El
disfraz mágico
Quique llegó a casa con una nota de su colegio.
—El martes de Carnaval, todos los niños deberán venir
disfrazados para el festival que se celebrará en el salón de actos –leyó la
madre.
—Tendremos que comprarte un disfraz nuevo para la fiesta –le
dijo mirándole de arriba abajo para calcular la talla que tendría su hijo en ese
momento—. Has crecido mucho desde el año pasado.
El niño se rió
orgulloso al escucharla.
Al día siguiente Quique estaba muy nervioso; iban a ir con su
abuela a elegir el disfraz.
Cuando llegaron a la tienda, había tantos que no sabían por
cual decidirse: de piratas, de chinos, de indios, de vaqueros. Él los miraba
todos, callado, sin decidirse por ninguno.
—¿Quieres uno de pirata? —le preguntó su madre.
Él movió la cabeza para los lados un poco enfadado.
—Pues no, parece que no le gusta —comentó su abuela.
Entonces, el niño vio uno que le llamó mucho la atención;
se soltó de la mano y salió corriendo a cogerlo.
—Este, mamá, quiero ir de jirafa –dijo muy contento
pensando que ya había encontrado el que quería.
—¡Claro, cómo no se me había ocurrido antes! Con lo que le gustan los animales,
quiere vestirse de jirafa. Ven Quique, vamos a probártelo.
La madre del niño descolgó el disfraz de la percha en donde
estaba colgado y se dirigieron los tres hacia una fila de personas que
esperaban el turno para poder entrar en la única habitación de la tienda que tenía un espejo.
—Lo siento señora, pero este disfraz no está disponible. Tiene
un letrero que lo indica: No está a la venta —les dijo la dependienta cuando
vio que se lo llevaban al probador.
El niño, al oír a la señorita, cogió una rabieta tan grande
que nadie lo podía consolar.
—Quiero este, quiero este —decía entre sollozos y suspiros.
La dependienta, viendo que Quique no tenía consuelo, se
conmovió.
—Bueno, cójanlo, no creo que mi jefa lo tenga reservado.
El niño dejó de llorar inmediatamente y cuando les tocó la
vez, se metieron en el probador con el disfraz para ver cómo le quedaba. Le quitaron con
cuidado la funda de plástico que lo protegía, ¡era precioso! Parecía hecho de
la piel de una jirafa de verdad, todo de una pieza. En la cabeza tenía dos
cuernecitos negros que al niño le hicieron mucha gracia.
—Ven Quique, mete primero las piernas y luego los brazos.
Ahora la cremallera y por último te pondremos la cabeza —le explicaba su madre.
El niño se miró al espejo y sonrió viendo lo guapo que
estaba.
—Estupendo, te queda muy bien —dijo la abuela.
Las dos lo estaban contemplando
cuando observaron que ocurría algo muy raro, la tela del disfraz empezó a
pegarse al cuerpo del pequeño como si se tratara de su piel, su cuello se estiró y estiró de forma que la cabeza empezó
a subir y a subir tanto, que no cabía en el probador y la nariz y la boca se
transformaron en un verdadero hocico de jirafa. La abuela salió gritando:
—¡Socorro, socorro, ayuda! el disfraz está embrujado.
En ese momento, entró la dueña de la tienda y, al escuchar
los gritos, fue derecha al probador con un cubo a agua que echó sobre el
disfraz ante la mirada asustada de Quique y de su madre. Rápidamente, el cuello
del niño empezó a encogerse, la tela se le separó de la piel y volvió a ser
cómo era antes, un niño rubio con cara
de niño, no de jirafa.
—Lo siento mucho —les
decía la señora de la tienda disculpándose toda sonrojada—, no sé cómo la
dependienta se ha atrevido a vendérselo, si ponía bien claro que no estaba a la
venta. Desde que me lo trajeron de África, este disfraz no me ha dado más que
problemas. Mañana mismo le devolveré.
—No la regañe señora, la culpa ha sido de mi hijo, que se
ha puesto muy pesado. La pobre chica no ha tenido otro remedio que dejar que se
lo probara —decía la madre de Quique respirando hondo, mientras se le pasaba el
susto, y la abuela se tomaba una tila.
Quique no dijo nada; sabía que por culpa de su cabezonería,
había estado a punto de convertirse en una jirafa de verdad. Ahora le iban a
echar una buena bronca de camino a su
casa.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta; un repartidor
les entregó un disfraz de indio que les enviaba la dueña de la tienda con una
nota volviendo a disculparse por lo sucedido el día anterior. Cuando la madre
lo vio, llamó a su hijo:
—Mira Quique, por lo menos con este no te crecerá el cuello,
si acaso alguna pluma –comentó sonriendo para quitarle importancia a lo sucedido el día anterior.
El niño, mirándola con preocupación y sin ganas de bromas, le
dijo:
—Mamá, pensándolo bien, no quiero ir a la fiesta.