Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

domingo, 18 de febrero de 2018

La muñeca.Poesía infantil.

Dibujo sacado de internet.


La muñeca.

La muñequita está hecha con una gran ilusión,

un corazón desbordante y también con mucho amor;

está rellena de fresas, mandarinas y cerezas,

algunos melocotones y también dulces fresones.

 

Dos botones de cristal azules y transparentes,

tan bonitos como el mar adornan su cabecita.

—De ojitos le servirán.

Los papás  le ha insuflado el hálito de la vida,

las hadas le han regalado balbuceos y sonrisas,

y pequeñas mariposas  por el balcón se han colado,

con sus alas coloridas la pared han adornado.

 

Los papás ya están en casa con su muñequita en brazos.

—¿De verdad será una niña?¿No será una muñeca?

Pregunta la madre ante tanta belleza.

El padre  está a su lado, completamente embobado.

 —Solo  una niña preciosa puede sonreír así.

 No hay muñeca en este mundo que me haga tan feliz.

Los padres se han inclinado y, dando un beso a la niña, en la cuna la han

dejado.

 





viernes, 16 de febrero de 2018

La araña encajera, poesía infantil.

Este precioso dibujo está realizado por mi nieto Guillermo

La araña encajera, desde su rincón 
hace su trabajo con resignación.
Su tela de araña nunca está aseada,
se pegan los bichos, no le gusta nada.Ella es una araña muy limpia y cabal,
¡esto de los bichos va a acabar muy mal!
Desde el agujero que hay entre el cañizo
un mundo se abre bajo el cobertizo.
Cuando el sol se pone, al atardecer, 
una niña rubia suele aparecer.
Se sienta en su silla, 
coge su almohadilla llena de alfileres,
y  despacio empieza a hacer los deberes. 
Mueve las bobinas  llenas de colores,
 de hilos muy finos, de seda y de lino.
¡Qué encaje tan lindo empieza a tejer!
Cada vez más suave, cada vez más bello, 
para que una dama lo lleve en su cuello.
Sus dedos se mueven como mariposas, 
bailan  con la brisa, que sin mucha prisa sube desde el mar
y le lleva el nácar que tiene que usar.
 Y entre las bobinas, la espuma se enreda y hace maravillas.
La arañita llora lágrimas de seda,
observa  el trabajo y se desespera.
¡Lo  que ella daría por ser encajera!


Dibujo sacado de una página de internet.


miércoles, 7 de febrero de 2018

Los inviernos de mi infancia en Madrid.



Con las temperaturas de estos días me ha venido a la memoria el frío que pasaba cuando era pequeña en el trayecto desde mi casa al colegio.
Después de ver la historia del niño de hielo, lo mío es una minucia, pero de todas formas tengo ganas de contarlo.
Era invierno. Daba igual el mes. Tanto enero como febrero eran gélidos en Madrid. Me levantaba por la mañana para ir al colegio, helada. Me ponía el uniforme azul marino, calcetines cortos, daba igual que estuviéramos bajo cero, eran las normas del colegio; yo creo que todavía no se habían inventado los leotardos o por lo menos no habían llegado a España. Mi  padre me revisaba de arriba abajo, sobre todo el cuello. El color oscuro  del uniforme y los tintes de aquella época dejaban un viso oscuro en la piel que podía confundirse con la suciedad.
-Si no te frotas bien, parece que llevas roña en el cuello –me decían.
Me tomaba el desayuno calentito, a veces un bizcocho riquísimo que hacía mi madre con la nata que recogía de la leche hervida, una taza entera de nata necesitaba para hacerlo.  Me ponía la boina y la capa. Mi madre me la liaba alrededor del cuerpo como si fuera un rollito primavera, pero aquello no abrigaba. El frío se metía por todos lados y en el momento que me agachaba para coger la cartera, la capa se desenrollaba de mi cuerpo dejándome totalmente al descubierto.  Aquello era un instrumento de tortura. De todas formas yo estaba acostumbrada y lo veía normal. La espera en la cola del autobús hacía que se me quedasen los pies helados y los sabañones florecían como si fueran flores en primavera. Mi  padre me  acompañaba al colegio todos los días; el trayecto desde mi casa duraba, al menos, media hora en  autobús. Me encantaba ver las barbas de los leones de la Cibeles hechas carámbanos de hielo.
Mi padre me repasaba las lecciones que llevaba para ese día. Recuerdo como si fuese hoy mismo  el momento en que me preguntaba lo que era una península, lo que era una isla, un cabo, lo que era un río... Normalmente repasábamos las lecciones de geografía desde el segundo piso del autobús. Siempre me gustaba subirme al piso de arriba.
Después de acompañarme, él se quedaba media hora paseando por la Gran Vía hasta que se hacía la hora de entrar al banco.
Cuando el poco calor del aula me iba calentando el cuerpo empezaba mi martirio. Los sabañones me dolían y me picaban al mismo tiempo. Me rascaba frotándome un pie contra otro.  A veces se hacía insoportable.
Como estaba lejos de casa no me daba tiempo a ir a comer. Podía haberme quedado en el cole, pero el día que lo hice, me dieron de primer plato sopa y de segundo lentejas. Me pareció una comida tan rara que le dije a mi madre que no quería comer allí, que prefería irme a casa de mi tía Maruja que vivía cerquísima del colegio. Ella me preparaba un barreño de agua caliente que aliviaba mis sabañones.
Además así tenía la oportunidad de pelearme con mi prima. Según la decoración del plato de la vajilla en donde nos servían la comida te tocaba ser reina o princesa, y claro, ninguna de las dos queríamos dejar la corona a la otra. No he vuelto a comer una tortilla de patatas tan rica como las que hacía mi tía. Además, cada día de la semana había un plato fijo. Recuerdo que los martes, creo, eran lentejas y tortilla de patatas. Claro que no se podían comparar a las del colegio.
Por la tarde, nos  tocaba  hacer labores mientras una de nosotras rezaba el rosario. Después estudio, casi nunca jugábamos. Al salir, íbamos como locas a buscar a la castañera. También vendía boniatos. A mí me gustaban más los boniatos. Aunque lo que en realidad me encantaba eran los bocadillos de calamares, se me iban los ojos cuando pasaba por algún bar de donde salía ese olorcillo. Tenía autorización para comprar a la castañera pero no a entrar sola en un bar a comprarme un bocadillo. Era todavía muy pequeña.
Cuando volvía a casa, mi madre me recibía con los brazos abiertos. Siempre me preguntaba:
-¿Qué tal en el cole?
No sé por qué motivo me enfadaba que me preguntasen eso todos los días, si yo, además, siempre sacaba buenas notas. Ahora yo les pregunto lo mismo a mis nietos y creo que a ellos también les sienta mal la preguntita.
Aún así, todo esto que cuento lo hago con cariño no tengo nada que reprocharles a aquellos tiempos. Fueron los que me tocaron vivir, fue mi  infancia y adolescencia en Madrid


Fotografía copiada de internet.