Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Un misterio

 Ha aparecido sobre mi mesa este cascarón roto. ¿Qué querrá decir? Esperemos

que pronto se resuelva la duda.


miércoles, 6 de septiembre de 2023

El repartidor de pesadillas, 1er. capítulo.

 

Se acerca el comienzo del curso escolar y llega el otoño; se acabaron las actividades al aire libre y apetece más quedarse en casa leyendo un  libro. Aquí subo el primer capítulo de El repartidor de pesadillas, seguro que os gustará su lectura.


Autor: José Luís Ocaña.



1er capítulo,

 La Casa del Frío

En el pueblo la llamaban la Casa del Frío porque todo el que pasaba cerca del lugar se quedaba helado durante un rato, y hasta que no se alejaba bastantes pasos de allí no entraba en calor. Las ventanas y las puertas apenas encajaban bien, y en los días de viento se abrían y cerraban con mucha rapidez y fuerza produciendo un ruido infernal. A veces, de los portazos, se rompían algunos cristales por lo que era muy peligroso pasar cerca. Los vecinos le habían propuesto al alcalde demolerla para que no ocurriese ninguna desgracia, pero él les contestaba que eso era imposible, que la casa tenía sus dueños.

-No puedo entrar y derruir una propiedad que está habitada.

-¿Cómo habitada? Yo no he visto a nadie entrar ni salir de ella -le replicaba Genaro, el carnicero.

Dudaban que dentro hubiese inquilinos porque nunca se oía música ni otros sonidos habituales en las casas corrientes.  El dueño no tenía ni radio ni televisión, ni siquiera teléfono, y mucho menos un móvil para poder relacionarse con el exterior;  no quería saber nada de lo que ocurría fuera ni que se supiera de su existencia.

-Pues yo sí. Cuando saco a pasear a mi perro  por las noches, suelo venir por aquí y siempre hay  luces encendidas -comentó el frutero-, y por las mañanas oigo cantar a un gallo y, a veces, se escucha el cloqueo de las gallinas.

El panadero aseguró que él dejaba todos los días el pan y la leche en la puerta y que luego, a final de mes, un señor bastante extraño le abonaba el importe de las facturas.

-Veis como tengo razón, claro que hay inquilinos dentro -explicó el alcalde-. Siempre pagan la contribución y la recogida de basuras, así que esta casa no se puede tocar.

-Por lo menos podremos hablar con ellos y exigirles que la arreglen; debemos enterarnos quiénes son los que viven ahí. Le preguntaremos al párroco, él es tan  mayor que seguro que conocerá a los dueños de la casa.

Los más decididos propusieron hacerle una visita, y la comitiva se dirigió hacia la iglesia a esperar que terminase la misa de ocho para preguntarle al señor cura si él sabía algo de la historia del viejo edificio.

-Sí, sí que lo recuerdo; hace unos cuantos años llegó a este pueblo un hombre muy extraño con un niñito de la mano; les acompañaba un señor con un aspecto muy humilde, por lo que deduje que debía de ser el criado. Se instalaron en las afueras del pueblo en la Casa del Frío. Se la compraron al señor marqués que había enfermado y necesitaba mucho dinero para medicinas y, aunque no le gustó nada la pinta del comprador, no tuvo más remedio que vendérsela. Me dijeron que  cogió una pulmonía al estrecharle la mano para cerrar el trato. Siempre comentaba a sus vecinos que aquel hombre despedía tanto frío que se le quedó el brazo congelado durante un tiempo y, debido a eso, se puso más enfermo todavía -les explicó el señor cura-; fue por esa causa por lo que  empezaron a llamarla la Casa del Frío. La verdad es que cuando llegaron, al principio, todo el mundo los tomó por mendigos por el aspecto de sus trajes y lo delgados que estaban; nadie se imaginaba que tenían dinero suficiente para poder pagar esa casona que, en aquella época, era la más bonita de la comarca. Cuando el señor marqués contó a su familia la extraña sensación que sintió al darle la mano al nuevo dueño y lo malo que se puso, se empezó a correr la voz de que, aunque el recién llegado dijo que era un científico, en realidad debía ser un brujo o algo parecido. Desde ese momento, cuando los vecinos lo veían por el pueblo se cruzaban de acera para que no les echara ningún maleficio; nadie se ofreció a ser su amigo y, a veces, los chiquillos se reían de ellos. Genaro, ¿no te acuerdas de que un día te tuve que echar una buena regañina porque les quisiste tirar una piedra? -dijo el sacerdote mirando fijamente a uno de los hombres que más insistía en que aquella casa estaba deshabitada.

Al escuchar esto, todo el mundo le dirigió una mirada de reproche al carnicero que, disimuladamente, agachó la cabeza y caminando hacia atrás se fue avergonzado a su casa.

-Bueno -continuo el cura-, no sé si sería por eso o porque ellos tampoco tenían muchas ganas de conversación, empezaron a quedarse en su casa sin salir y, pasado un tiempo, no  se volvió a saber nada más de los nuevos propietarios de la Casa del Frío.

            Después de escuchar al párroco y viendo que no podían solucionar nada esa noche, decidieron dejar para otro momento el ir a hablar con los  dueños de la casa,  aunque ninguno quiso confesar que lo hacían también porque el edificio les daba un poco de miedo. Se había hecho de noche y el caserón ponía los pelos de punta.

             -Yo creo que es un poco tarde para ir a molestar a nadie -expuso el alcalde.

-Tiene usted razón. Si al menos alguno de nosotros los conociera… -contestó su secretario.

Poniendo miles de escusas, quedaron en verse otro día que les viniese bien a todos para ir a resolver el problema.

Si esos charlatanes hubiesen podido ver el aspecto de los tres individuos que habitaban en la ruinosa vivienda, no se hubiesen ido a descansar tan ricamente como lo hicieron, sino que se habrían preocupado bastante sabiendo que tenían como vecinos a unas personas muy extrañas.

            Lo que sucedía dentro de la Casa del Frío era una escena doméstica de lo más normal; lo raro era la indumentaria y el aspecto tan tétrico que ofrecían los tres hombres, que alrededor de una mesa de camilla, iluminada por una única bombilla que colgaba de un techo altísimo, parecía que estaban cenando; bueno, cenar, solo dos de ellos porque el tercero, el más anciano, estaba sirviendo a los que estaban sentados.

El hombre que estaba de espaldas a la ventana era alto y delgado; su sombra se reflejaba en la pared como si hubiesen pintado un ciprés negro frente a él. Por los malos modos con los que hablaba a los otros dos y pedía más comida, podríamos asegurar que era el dueño de aquel edificio. Sus pequeños ojos incoloros, escondidos  detrás unas gafas gruesas que se apoyaban sobre una nariz aguileña, se hundían en sus cuencas. Su pelo negro le caía por los hombros y se veía bastante descuidado.  A los lados de la cara y entre dos mechones de pelo le salían las puntas de las orejas, lo que le daba el aspecto de un duende maligno. Se notaba que el uso del jabón no era una costumbre muy arraigada en él. Las maños y las uñas estaban teñidas de distintos colores debido a los experimentos que siempre estaba realizando en el laboratorio. Sin embargo, lo que más le afeaba era la cicatriz de una quemadura que le atravesaba el lado derecho de la cara y que hacía que la comisura de la boca se elevase hacia el ojo ofreciendo un rictus extraño. Llevaba un traje negro bastante gastado, con muchos brillos  a fuerza de plancharlo a menudo; los zapatos eran también  negros con la punta tan larga y estrecha que entraban siempre en la habitación antes que él, de manera que su sirviente sabía cuándo llegaba el jefe sin necesidad de que este tuviese que avisarle con anterioridad. Como ya he dicho antes, el doctor Metodio, que era como se llamaba este individuo, se pasaba todo el día encerrado en su laboratorio preparando pócimas y brebajes que, aparentemente, no servían para nada porque las dejaba guardadas en su habitación secreta; nadie excepto él podía entrar a ese lugar.

-Alguna vez encontraré una fórmula que me hará rico -decía para disimular su tacañería, aunque no le hacía falta el dinero; tenía más de lo que se podría gastar durante toda su vida.

 Mientras trabajaba allí se solía poner una bata blanca encima de su traje negro, aunque los colores se mezclaban un poco, porque ni el negro del traje era todo lo oscuro que debía ser ni el blanco de la bata era blanco, así que parecía que iba vestido de un gris bastante triste. Él se consideraba un gran científico y sobre todo químico, pero ya os dije lo que la gente pensaba realmente  de él.

             A su lado, Críspulo, el niñito que el cura había visto llegar una noche hacía mucho tiempo junto con los dos hombres, había crecido y había dejado de ser un crío. Siempre tenía mucha hambre y se zampaba todo lo que le ponían en el plato con mucha ansiedad. Se notaba que lo que comía era insuficiente para saciar su apetito. Se  había convertido en un chico muy alto y corpulento de esqueleto, pero bastante delgado y necesitaba más alimento del que allí le daban. Debería tener aproximadamente entre dieciséis o diecisiete  años  aunque era difícil calculárselos. La característica más llamativa del muchacho era el precioso color de su pelo, rojo fuego, a diferencia del tono anaranjado más común  entre los pelirrojos.

            Muchas veces, su padrino, que era como él llamaba al doctor Metodio, le cortaba mechones para hacer experimentos en su laboratorio. Decía que esos cabellos tan especiales tenían poderes extraordinarios. Sus ojos eran verdes, redondos, muy brillantes y transparentes, parecían dos ventanas abiertas al  mar. Encima de los ojos, unas cejas también rojas y una nariz respingona.

Críspulo llevaba  unos pantalones de color verde y una  camisa a cuadros del mismo tono del pantalón que le daban el aspecto de un leñador de película antigua; los zapatos, marrones, tenían la suela de goma despegada por delante, de manera que si los mirabas de frente parecían la boca de dos hipopótamos a punto de tragarte. Su cara era un poco alargada, como todo él, aunque, a lo mejor lo que le ocurría era que estaba muy delgado y le faltaba comida para rellenar todo su cuerpo.

La otra persona que permanecía levantada trayendo leche, cereales y pan era Olegario, el pobre criado que se movía por la habitación silenciosamente, como si sus pies no pisaran el suelo.

 Olegario era muy viejo y casi no veía ni oía, por eso llevaba unas gafas muy gruesas y usaba  audífono. El doctor Metodio decía que ya no servía para nada y lo tenía en su casa a regañadientes, porque sabía que Críspulo no  consentiría que lo echase; era la única persona que le había dado cariño en su infancia y ahora a la vejez le devolvía todas las atenciones que había tenido con él.