Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

domingo, 29 de enero de 2023

NO ESTAMOS SOLOS 1er CAPÍTULO




En un lugar del espacio a muchos años luz de la Tierra, los habitantes de un planeta llamado Androm estaban pasando una época verdaderamente angustiosa. Desde hacía tiempo los andromedianos no podían dormir, y no sabían el porqué.


Antes, los bebés nacían en unas probetas de cristal de las que se hacían cargo las nodrizas espaciales. Los alimentaban y los acostaban en unos cestillos que colgaban de los techos de unas habitaciones llamadas reposorios; estos cestos se balanceaban despacio al compás de una música muy suave que venía de las paredes. El ambiente que se respiraba en esas salas hacía que los niños durmiesen plácidamente y que se criaran muy felices. Sin embargo, los espacios para reposar ya no se utilizaban, nadie podía dormir desde que llegaron los ladrones de sueños.

Los ladrones de sueños eran los habitantes del planeta Lucxus. Tanto Lucxux como Androm formabanparte de la galaxia Andrómeda. Los lucxurianos envidiaban a sus vecinos y deseaban controlarlos.

Zárcalux, el jefe supremo de Lucxus, encargó a los ingenieros del Centro de Inteligencia que buscaran una forma de aniquilar a sus vecinos. Tenían que encontrar cómo hacerlo sin declararles abiertamente la guerra pues, de esa forma, tendrían todas las de perder ya que el planeta Lucxus era más pequeño que Androm.

Se dieron cuenta de que el cerebro de los andromedianos emitía unas ondas que les eran necesarias para dormir. Si conseguían destruirlas, el cerebro olvidaría cómo descansar; todos enfermarían y podrían vencerlos.

Para lograrlo construyeron unas máquinas instaladas en unos drones que sobrevolaban el cielo de los andromedianos cuando estaban  durmiendo; de ese modo aspiraban las ondas y las destruían.

En Androm estaban cada día más agotados. Los médicos pensaban que la falta de sueño era algo pasajero y preparaban somníferos para que pudiesen dormir, pero cuando los doctores se dieron cuenta de que había algo más detrás de aquellos prolongados insomnios, ya era demasiado tarde. No quedaba en Androm ningún cerebro capaz de producir las ondas necesarias para encontrar el descanso, y la vida en el planeta se alteró por completo.






miércoles, 18 de enero de 2023

Se acabó la Navidad

 




SE ACABÓ LA NAVIDAD

 

El Niño Jesús dormía,

la mula lo calentaba,

en sus sueños celestiales

con arcángeles soñaba.

 

Pero dentro del belén

voces y gritos se oían.

 Hasta los animalitos

 inquietos se removían.

 

Las figuras protestaban,

no querían otro año

estar en cajas guardadas,

el cartón las agobiaba.

 

—¡Pues yo no quiero ir al paro!

—¡Ni yo tampoco!

— Ni yo,

añadió el rey Melchor.

 

 

Ante el bullicio formado

bajó un arcángel del cielo

 si escuchaban su opinión

les haría entrar en razón.

 

 

 Y con voz potente habló:

— Se acabó la Navidad,

la fiesta ha finalizado

llega la   tranquilidad.

 

Os conviene descansar,

que con tantos villancicos,

turrones y mazapán

el reposar   unos días

 os vendrá fenomenal.

 

 Los consejos del arcángel

como bálsamo actuaron,

las figuras del belén

al escucharlo callaron

 

—Cuando regrese la estrella

 os volverán a sacar

y una nueva Navidad

amor y paz nos traerá.

 

El Niño Jesús dormía,

no se enteraba de nada.

La navidad terminaba,

pero la vida seguía.

 

.




martes, 17 de enero de 2023

Portada de Paloma y el corzo blanco, edición corregida y ampliada



¡Qué cabeza la mía! A estas alturas y se me había olvidado subir el primer capítulo de Paloma y el corzo blanco para que todo el que quiera acercarse a esta historia pueda empezar a hacerse una idea de lo interesante que es.  Más vale tarde que nunca, así que ahí está el primer capítulo. Espero que os guste.

Capítulo I, 6º de primaria sale de excursión.

El despertador sonó un poco antes de lo acostumbrado. Paloma sacó la mano de debajo de las sábanas y lo apagó de mala gana. Notó el ambiente helado que había en su habitación y estuvo durante unos minutos desperezándose. Esa noche no había dormido muy bien; las salidas, aunque fueran cortas como esta, la ponían nerviosa. «De todas formas, siempre será más divertido que tener clase de matemáticas o de inglés». Ese pensamiento la animó. Por fin se decidió, saltó de la cama y se vistió con la ropa adecuada para soportar el frío del lugar que iban a visitar. Desayunó y empezó a sentirse mejor. Milagrosamente, su actitud cambió ante la excursión a la Casona y al Pabellón de Caza del duque de Cerro Blanco, en los alrededores de Segovia. Ese antiguo edificio había sido su lugar de recreo mientras el primer duque vivió, pero el duque actual lo había restaurado y cedido para que lo visitasen tanto turistas como  colegios. Por otro lado, los alrededores eran tan bonitos que se podían dar paseos y, si se tenía algo de suerte, observar a los animales que vivían por allí en libertad. Sin embargo, cuando recordó que después visitarían una zona del pabellón dedicada a exhibir las piezas que el primer duque había cazado durante sus excursiones por los bosques segovianos, se volvió a poner de mal humor. Salió de su casa enfundada en un anorak rojo y con un gorro de lana calado hasta los ojos. Madrid, en invierno, no era precisamente una sauna y a las ocho de la mañana, menos. Empezó a tararear una canción mientras se dirigía al colegio y se le contagió el optimismo de la melodía que estaba entonando. El autocar los recogió puntualmente, como siempre pasaba cuando el chófer era Paco. Él era como de la casa. Los había acompañado en infinidad de visitas desde que eran pequeños. —Paco, llevará las cadenas, ¿verdad? —le preguntaron las profesoras. El viaje a la sierra de Segovia requería que se tomasen todas las precauciones posibles. Podían encontrarse con una nevada o con hielo en la carretera. —Cadenas, faros antiniebla y un termo con café calentito que me ha preparado la parienta —contestó el chófer con sorna. —De acuerdo, Paco, no queremos sorpresas. ¿Estáis preparados, chicos?  —Hace rato, seño —contestaron los chavales’ impacientes. Por fin, el autobús arrancó y los chicos empezaron a pedir a Paco que les pusiera música. Todos corearon las melodías que estaban de moda y que sonaron en el equipo de música del autobús.
Las profesoras y el chófer aguantaron estoicamente una hora de auténtico griterío. —No me explico por qué tienen que cantar chillando. Mira, ya hemos llegado —dijo Charo al divisar, a lo lejos, la Casona. El gran edificio era de granito, de líneas sencillas y elegantes, y estaba situado en medio del bosque. La construcción resultaba impactante aun para chicos que todavía estaban en edad de jugar y que costaba que atendieran a cuestiones relacionadas con la historia y el arte. Días antes de salir, las profesoras ya les habían informado de algunos datos referentes al lugar. Marga les había explicado que la Casona había sido encargada por la esposa del primer duque de Cerroblanco y les comentó que este señor había sido muy aficionado a la caza; por eso, allí había unas salas que albergaban una gran cantidad de animales disecados, que verían después de que les enseñaran las dependencias del edificio. Añadió que el duque tenía otros palacios repartidos por España; su fortuna era inmensa. El autocar escolar se paró delante de la puerta principal, en un lugar adaptado para autobuses grandes. —¡Por favor!, antes de bajar, recordad todas las cosas que os hemos dicho. Portaos como adultos, aunque todavía no lo seáis —les rogó Charo. Cuando el coche abrió las puertas, todos los chicos se arremolinaron ante las escalerillas y se apearon, como 15 Conchita Bayonas era habitual en ellos, con gran algarabía. De nada había servido que las profesoras les hubieran dicho que no debían alborotar, se les olvidó tan pronto como pusieron los pies en el suelo. —No dejéis nada en el coche, que luego, cuando estemos dentro, no podremos volver —les recordó Marga. Se habían abrigado hasta los ojos: bufandas, gorros y guantes. Las temperaturas de los alrededores eran gélidas. Frente al gran edificio, se divisaba la silueta de una alineación montañosa que, en esas fechas, estaba cubierta de nieve. Nada más bajar, una de las niñas dijo: —¡Mirad, la Mujer Muerta! ¿Por qué se llama así, profe? —Si os fijáis, parece una mujer acostada con los brazos cruzados y un velo por la cara —contestó Marga. —¡Es verdad! —exclamaron las niñas—, se ve perfectamente la silueta de una mujer tumbada. —Cuenta la leyenda que esa mujer fue la dama de un caballero que, al partir para las Cruzadas, le prometió amarla siempre. Él nunca volvió, no se sabe si la olvidó o si realmente falleció en la guerra. La dama no lo pudo soportar y murió de dolor. A los chicos, esas tonterías de la Mujer Muerta no les interesaban en absoluto, por lo que se habían desperdigado para hacer un reconocimiento del terreno. De repente, alguien del grupo gritó: —¡Ciervos! Como es natural, todos salieron corriendo, haciendo caso omiso de las llamadas de sus profesoras y se acercaron a la valla de piedra, que separaba el edificio del bosque que lo rodeaba. A lo lejos, se veían toda clase de cérvidos, y esto hizo que el alboroto fuera aún mayor. —Mira, Pili, allí se ven dos corzos, ¿tú sabes que los corzos ladran? —Sí, hombre, van a ladrar como si fueran perros. Seño, Jesús dice que los corzos ladran como los perros. —Pues es verdad, Pili. El sonido que hacen es similar a los ladridos; pero, venga, vamos a entrar que la guía nos está esperando. Todo el grupo se dirigió a la entrada para empezar la visita; todos, menos Paloma. Para ella, la naturaleza era la mejor obra de arte que le podían mostrar. La gran cantidad de encinas, robles y chopos formaban un bosque precioso y, además, estaban los ciervos y los corzos. Contemplar aquello era más interesante que todas las riquezas que pudieran tener cien casas señoriales con sus marqueses o duques incluidos. Se quedó entusiasmada mirando a los animales, pero le pareció divisar algo extraño a lo lejos, detrás de unos chopos: —¡No puede ser! —exclamó—, parece una oveja. Se acercó un poco más para asegurarse de lo que veía, cuando se dio cuenta de que el animal, que estaba mordisqueando las hojas de una encina, era en realidad un corzo blanco. —¡Qué extraño, no sabía que hubiese corzos de ese color! Paloma estaba tan entusiasmada con su descubrimiento que no se dio cuenta de que el grupo de sus compañeros había entrado ya en el edificio. Saltó la valla de piedra, aunque sabía que iba a hacer una cosa que no estaba bien, y empezó a acercarse al simpático animal con mucho cuidado. Caminaba prácticamente de puntillas para que el corzo no se asustara del ruido que sus pies hacían al pisar la hojarasca, pero cuál fue su sorpresa cuando, en lugar de huir, se acercó a ella dando pequeños saltos. ¡Qué gracioso le pareció! Al llegar a su lado, la topó suavemente con el hocico y se dejó acariciar. —¡Qué bonito eres! —dijo pasándole suavemente la mano por la cabeza. Su cabecita era pequeña y estaba cubierta de pelo blanco, como el resto del cuerpo. Dos orejas puntiagudas y dos cuernecillos no muy grandes le daban un aspecto de gran viveza. Su pelo era más suave de lo que ella había pensado y sus ojos redondos y negros brillaban y contrastaban con el blanco de su cuerpo. El corzo la miró y, al instante, la invadió la misma sensación que había experimentado anteriormente con otro animal: ¡se estaban comunicando! —Oh, no, ¡otra vez no! No quería creer que le estaba sucediendo de nuevo. Paloma podía leer sus pensamientos. Esa situación ya la había vivido antes, pero aún no se había acostumbrado al hecho de entenderse con los animales, ¡le entró pánico! En ese momento, le hubiese gustado ser una chica corriente, sin poderes extrasensoriales ni nada por el estilo; la percepción de que estaba sucediendo algo anormal le produjo desasosiego y miedo. Recordó la primera vez que sintió algo parecido: fue un día en que había ido con sus padres a Navacerrada. Estaban dando un paseo por el bosque cuando se encontraron un cárabo herido. Lo recogieron con mucho cuidado y lo llevaron rápidamente a un centro de recuperación de animales. Al despedirse, ocurrió algo que inquietó a Paloma, ¡sintió el agradecimiento del ave rapaz! —¿Papá, has notado lo que yo? —¿El qué? —le preguntó su padre. —¡El cárabo se ha dirigido a nosotros!, ¡nos ha hablado!, ¡nos ha dado las gracias! Su padre la miró con preocupación y le dijo: —Paloma, tenemos que hablar. Fernando se llevó a su hija hacia un banco de madera que había en la puerta del centro de acogida de animales y allí se sentaron. —Yo también he sentido lo mismo que tú. Nunca te he hablado de ello porque tenía la esperanza de que no tuvieras que pasar por esto, pero parece que has heredado la misma facultad que yo heredé de mi padre, y él, del suyo. —¡No me digas que siempre puedes notar los pensamientos de los animales! —No siempre, casi nunca, pero, a veces, me ocurre. —Pero, ¿cómo es posible? —Ten paciencia que te lo voy a explicar: ya sabes que tu tatarabuelo era científico y trabajaba en el laboratorio estudiando las neuronas. —Sí, me dijiste una vez que abandonó sus experimentos porque se puso enfermo y que, al final, fue otro científico el que siguió trabajando en ese proyecto. —Bien, pues antes de abandonar las investigaciones, mi bisabuelo se ofreció para probar un aparato que habían inventado en el laboratorio donde trabajaba; era un casco con electrodos que, conectados a ciertos puntos del cerebro, aumentaban las magnitudes de energía producidas por este, de manera que podía transferir pensamientos o recibirlos. Pues bien, después de probarlo durante varios días empezó a escuchar ruidos: oía a la vez muchísimas conversaciones y también los pensamientos de las personas que estaban en la habitación, como si los estuvieran diciendo en voz alta. Estuvo a punto de volverse loco. Por fin, un día se le pasó casi todo el efecto del fantástico invento. Sin embargo, las ondas emitidas por ese aparato aumentaron la energía de su cerebro sin saber por qué y, a partir de aquel momento, empezó a entender la forma de comunicarse de algunos animales. ¡Imagínate el susto que se llevó! Cuando se recuperó, dejó ese trabajo y permaneció recluido en su biblioteca leyendo. Ese poder se lo transmitió genéticamente a sus descendientes: primero a su hijo, este al suyo, y así hasta llegar a ti. Esto siempre ha sido un secreto entre nosotros. —Papá, ¡pero es estupendo! ¡Poder hablar con los animales!, ¡con lo que a mí me gustan! Podríamos ayudar a muchos de ellos... —Sí, pero es mejor que nadie conozca esa facultad tuya. Si lo comentas con alguna amiga, no te va a creer y, encima, pensará que eres una mentirosa o que estás chiflada. Paloma se dio cuenta de que su padre tenía razón. Se quedó asimilando todo lo que le había contado, y los dos guardaron su secreto. Nunca lo comentaron con nadie, ni siquiera con su madre. En el bosque, la niña sintió que algo pasaba entre los dos; se había establecido una corriente que hacía que entendiese todo lo que el pequeño animal quería decirle: —Por favor, sígueme. Paloma miró a los lados por si había alguien en los alrededores, pero comprobó que estaban solos. La volvió a invadir un miedo tremendo y un escalofrío le recorrió el cuerpo; sin embargo, cuando le miró a los ojos, se convenció de que ese pequeño animal no podía hacerle daño. Tuvo unos momentos de indecisión, pero fue tras él cuando este se adentró en el bosque. —¡No corras tanto, no puedo seguirte! —decía Paloma a su amigo, mientras intentaba alcanzarle arañándose con las ramas de todos los arbustos con los que tropezaba. Por fin, llegaron a un claro rodeado de encinas, robles y chopos. El lugar era muy frío, pues en la espesura no entraba prácticamente la luz del sol. En el centro del claro había un gran tronco caído alrededor del cual estaban reunidos en asamblea todos los animales. Siempre lo hacían cuando presentían peligro. Había gamos, nutrias, garduñas, gavilanes y hasta algún jabalí. Estaban esperando que el viejo corzo albino hablara con Paloma. Ella seguía muy asustada. No era normal lo que le estaba sucediendo en esos momentos. Su amigo, el pequeño corzo, le dijo: —Mi abuelo me pidió que te buscase; no nos hemos encontrado por casualidad. Sabíamos que ibas a venir. Nos lo había dicho nuestro amigo común, el cárabo. Este, que estaba en la rama de un roble, la saludó guiñándole uno de sus grandes ojos. Paloma se le quedó mirando y lo reconoció. Se sentó sobre el tronco, necesitaba descansar después de tantas emociones. Su corazón latía sin cesar, no estaba preparado para sensaciones tan fuertes. En ese momento, el viejo corzo empezó a hablar: