
Mis mejores deseos para que el Espíritu de la Navidad no sólo roce las almas, sino que cale en ellas.
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Virginia y Blas |
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Dibujo de La abuela atómica. |
El
pequeño abeto sintió que alguien tiraba
de él y le sacaba de golpe del lugar en donde se encontraba. No es que fuera
muy agradable estar metido debajo de una
cama días y días pero ahí estaba calentito y no pasaba frío.
—“Seguro que es jueves” —pensó.
Todas las semanas, el mismo día, Paquita la
asistenta le sacaba de un tirón protestando; después, pasaba la fregona por
debajo de la cama y, con malos modos, le daba un empujón con el pie y lo volvía
a colocar en donde siempre estaba.
—No sé para qué quiere este árbol de Navidad, ¡solo para criar
polvo!, si ya casi no tiene adornos. Cualquier día lo echo a la basura y luego
averigua quién ha sido. ¡Señoraaa! ¿Tiro este cartón viejo que hay debajo de la
cama de Esperancita? —preguntó chillando a su jefa.
—¡Pero qué manía te ha entrado! —contesto la dueña de la casa
desde la habitación de al lado. ¿A ti te molesta el pobre árbol? ¡Pues déjalo
en su sitio tranquilo! El abeto respiró satisfecho; hasta el jueves siguiente no
tendría que volver a preocuparse.
La vida del abeto había sido muy aburrida y triste
antes de aquellas Navidades en las que
la niña de la casa lo rescató del cuarto de los trastos. Antes era una simple
caja de cartón en donde vino la nevera, bien protegida de los golpes, pero
cuando la niña entró en el trastero y la vio se dio cuenta de que de ese
envoltorio se podía sacar algo hermoso. La cogió y la llevó hasta el cuarto de
estar.
— Mamá, ya sé con qué me voy a hacer el disfraz este año; esta
caja me servirá para recortar un árbol de Navidad
Doña
Esperanza vio a su hija tan ilusionada que se prestó a ayudarla, y entre las
dos separaron el lado más grande para hacer un abeto.
Primero dibujaron la silueta, después con unas
tijeras de jardinero lo recortaron. Estuvieron toda la tarde trabajando en él y,
por fin, Esperancita pudo sacar la
cabeza por un agujero grande que habían hecho a su altura. ¡Qué contentos
estaban todos! Doña Esperanza y su hija porque les había quedado precioso, y el
trozo de cartón porque nunca se había visto tan guapo y bien arreglado.
La
fiesta del colegio fue muy divertida, y a los compañeros de la niña les gustó mucho
su árbol de Navidad. En el escenario todos la aplaudieron con gana cuando
apareció vestida de abeto y con una estrella dorada encima de la cabeza.
La
pequeña lo llevó puesto algunas veces más, pero desde que se hizo mayor y se fue de casa, la vida de
nuestro árbol había sido siempre igual: debajo de la cama, menos los jueves
cuando llegaba Paquita.
Ese día oyó un comentario de doña Esperanza a la asistenta:
—Este año viene Esperancita con mi nieta a pasar la Navidad y
seguro que le dará mucha alegría ver su antiguo disfraz, así que, ni se te
ocurra tocarlo. Le traerá muy buenos recuerdos.
Cuando el abeto oyó eso, le entró una alegría
tremenda. Sabía que se acercaban esas fechas porque desde donde él estaba se
oía en la televisión los anuncios de
turrones y de juguetes. También las muñecas de Famosa se iban acercando al
portal y una cosa que se llamaba Lotería iba a hacer muy felices a la gente,
por lo menos eso es lo que él escuchaba machaconamente desde el dormitorio de
su amiga. De vez en cuando, ponían villancicos por la radio y, entonces, sí que
se ponía triste. Pero este año iba a ser diferente, ¡venía la niña de la casa! Se volvería a disfrazar y bailaría
junto a ella cuando pusieran música.
Pasaron
unos días y todo seguía igual, hasta que un jueves doña Esperanza dijo que
había que hacer limpieza general en la habitación de su hija. Lo volvieron a
sacar de debajo de la cama y lo pusieron en el pasillo durante un rato, ¡por lo
menos pudo airearse un poco! Cuando ya creía que lo iban a colocar en su sitio, se acercaron Paquita y su jefa,
le pasaron el plumero por encima y le sujetaron de nuevo las bolas, el
espumillón y la estrella de la copa. Desde donde estaba pudo ver, de refilón,
la mesa toda adornada, ¡estaba preciosa! Se notaba que ya era Navidad de verdad.
Cuando
terminaron, esta vez lo llevaron al
salón y lo apoyaron sobre una pared muy grande, ¡le habían puesto en el sitio
más importante de la casa! Desde allí sí
que podía ver todo bien.
—¡Anda, si también han
puesto el belén! —dijo recordando sus buenos tiempos.
En ese momento, sonó un claxon en la calle y doña Esperanza se asomó por el balcón.
—¡Son ellas, Paquita!, ¡son ellas! —exclamó loca de alegría.
A
la pobre señora, siempre tan aburrida y sola, le cambió la cara; fue como si se hubiese quitado de golpe una máscara llena
de arrugas y tristeza y hubiera recuperado la juventud y la lozanía
que había perdido mucho tiempo atrás.
No
os podéis ni imaginar la alegría que sintió el abeto al ver aparecer en el
umbral de la puerta a su niña. ¡Cómo había cambiado! Esperancita se había convertido en toda una
mujer. En ese momento nuestro protagonista se dio cuenta de que ella había
crecido mucho, pero él seguía igual. Ya no le iba a servir para nada; no podría
disfrazarse más porque él se le había
quedado pequeño. ¡Toda su alegría se transformó en pena! Pensó que su hora llegaría en cuanto pasaran
estas fiestas. Paquita se saldría con la suya y lo tiraría a la basura.
Una
cabecita pequeña asomó por detrás de la falda de Esperancita. Era una réplica
de su madre, pero en pequeño.
—No seas vergonzosa, Gema, pasa y dale un beso a la abuela. ¡Ay!,
pero si está mi abeto —dijo emocionada cuando lo vio frente a ella. Se acercó a la pared en donde
estaba apoyado, lo levantó en brazos y empezó a dar vueltas y vueltas por la habitación.
—Gracias mamá, no sabes la alegría que me has dado, pensé que lo
habrías tirado a la basura.
Y dirigiéndose a la pequeña le dijo:
Mira Gema, este árbol lo hice yo cuando era un poquito más mayor
que tú y me trae unos recuerdos preciosos; ven que te voy a disfrazar con él.
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El dibujo que encabeza este escrito lo he compartido de facebook. Espero que Mateo y Fefa me lo presten. |
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Dibujo realizado por Guillermo Martínez Ortiz, mi nieto. |
Bea acababa de llegar de un excitante viaje desde el centro de África. Ella era la mejor amiga de la madre de Guille y Pablo, y estos sabían, con
seguridad, que les traería un regalo.
Por fin, una tarde fue a verlos con un paquete bastante
grande. Ellos tenían mucha gana de ver de qué se trataba y se fueron a su
habitación a abrirlo mientras su madre y Bea se quedaban hablando de las
aventuras que esta última había vivido en ese continente, tan extraño para
ellos.
De repente, los
niños volvieron gritando muy alborotados, con los ojos desorbitados, y con una
figura dentro de la caja que le devolvieron a la amiga.
—Mamá, no nos gusta para nuestra habitación —expuso Guille muy
agitado—. Seguro que si la colocamos en la estantería vamos a tener unos sueños
terroríficos.
—¡Qué miedica eres!! —replicó la madre—. A ver, déjame que la
vea.
Mayca se acercó a la
caja y dio un respingo al ver la figura que había dentro. Nunca había visto
nada tan feo.
—¡Qué exagerados sois! En Bulubanda esta figura trae buena
suerte al que la tiene y protege de los malos espíritus.
—Pues yo creo que es la figura de un espíritu maligno —añadió
Pablo casi temblando.
—Mirad, vosotros hacedme caso. Colocadla en la estantería blanca
y si empezáis a tener pesadillas, me la llevo y se la regalo a mis sobrinos.
Eso de que un regalo
que era para ellos, fuese a parar a manos de otros niños no les gustó nada ni a
Guille ni a Pablo y entonces respondieron:
—Vale, vamos a probar, pero esta noche solo; mañana te llamamos
y te decimos cómo nos ha ido.
Esa noche, la mamá
colocó al brujo en la última leja, un poco metido hacia dentro para que no la
viesen desde la cama, pero aun así sabían que estaba allí.
El brujo estaba
tallado en piedra oscura, tenía los ojos cuadrados y grandes como si llevase
unas gafas de bucear puestas , la nariz era muy ancha, con un aro enganchado en
ella que hacía juego con los que le colgaban
de las orejas; los aros debían de ser muy pesados; la boca le llegaba hasta las
orejas, sus dientes eran tan largos como
colmillos, y los de arriba encajaban con los de abajo como si se tratase
de un perro de presa. El pelo, de punta, estaba hecho con fibras de palmeras o
de árboles africanos. En el cuello llevaba un collar de huesos, que Pablo
aseguraba que eran de niños pequeños que el brujo había matado y luego se había
comido. Estaba sentado y tenía sujeto en una mano un hacha y en la otra una lanza
con plumas de colores.
—Guille, ¿y si ese collar está hecho con huesos de niños?—
preguntó Pablo.
—Oye, si empezamos así, esta noche no vamos a pegar ojo; vamos a
dormir —exclamó Guille enfadado con su hermano pequeño.
A
pesar del miedo, como habían jugado al futbol estaban muy cansados; al poco
rato los dos pequeños se quedaron dormidos.
Al día siguiente, se
levantaron como si nada; habían dormido bien y se les olvidó que en su
habitación, en la última leja, había un brujo.
Pasaron los días y
llegó la noche de Halloween. En casa de Guille y Pablo hicieron una fiesta;
todos sus amigos fueron disfrazados; algunos de esqueletos, de brujas, de
momias, etc… Su madre les había preparado un disfraz de fantasma y había
llenado el jardín de calabazas con velas dentro. Estuvieron jugando con sus
amigos hasta que se hizo muy tarde y cada uno volvió a su casa. Subieron a su
habitación y se durmieron enseguida.
Un ruido y un viento
helado despertó a Guille: se había abierto la ventana. Tenía frío, así que
intentó, a tientas, buscar las zapatillas para levantarse a cerrarla. De
repente se quedó helado, pero no por culpa del frío sino al ver, al lado de la
ventana, que el brujo de su estantería se había convertido en un hombre de
verdad. Él había abierto la ventana, y
por ella estaban entrando los brujos y hechiceros más terribles que os podéis
imaginar, todos con las caras pintadas, con
uñas larguísimas, y llenos de argollas, tanto en las manos como en los
tobillos. Algunos llevaban pieles de animales como vestido, y todos tenían
lanzas, hachas y otras armas por el estilo. Guille empezó a temblar aunque
cerró los ojos para que no se diesen cuenta de que los había visto
—¡Qué no se despierte Pablo!, ¡que no se despierte Pablo! —repetía
en silencio. Sabía que si lo hacía, no podría aguantar el miedo y empezaría a
chillar como un loco.
En medio de la habitación había una marmita
muy grande, y un hechicero, que parecía el jefe de todo el grupo, moviendo un
líquido asqueroso que olía a podrido. Se pusieron a danzar alrededor de la olla
un baile horrible a la vez que cantaban. ¿Y sus padres?, es que no oían el
escándalo que había en su dormitorio.
En ese momento,
Pablo se despertó, y al ver a los brujos en su habitación, pasó lo que Guille
había temido, gritó tan fuerte que los
hechiceros se pararon y dejaron el baile. Parecía que se habían enfadado
bastante. Fueron con los cuchillos levantados hacia donde estaban las camas de
los niños. Los dos estaban tan aterrorizados que empezaron a llorar, a chillar
y a llamar a sus padres, pero ellos no se enteraban de nada aunque estaban en la habitación de al lado. De repente, el
reloj del salón empezó a dar las campanadas, los brujos se quedaron quietos al
escucharlas y, como si estuviesen hechos de humo y polvo, salieron por la ventana que se abrió
sin saber cómo. El hechicero volvió a su lugar anterior, y todo quedó en calma.
Halloween había terminado.
—¡Guille!, ¡nos hemos librado por poco! —dijo Pablo secándose la
cara con las manos, temblando todavía. ¿Crees que nos hubieran matado?
—Hombre, en la olla iban a cocer a alguien ¡Qué cosa tan
terrible podía haber pasado!
—¿Tú crees que si se lo
contamos a alguien nos van a creer?
—Pablo, mejor, no se lo digas a nadie. Pensarán que estamos
locos. De todas formas, esto no va a volver a pasar —le dijo Guille
tranquilizándole. Cogió la figura del brujo, la tiró contra el suelo haciéndola
mil pedazos, y después la envolvió en un papel. Al día siguiente, al ir al
colegio, la tiró a un contenedor.
En clase, los dos hermanos estuvieron muy
nerviosos hasta que poco a poco se
fueron tranquilizando. Cuando volvieron a casa le dieron un beso a su madre y
fueron directamente a su habitación, no querían pensar que estuviese allí la
marmita o alguno de los hechiceros que habían visto la noche anterior.
—¡Menos mal!, no hay nadie —dijo Guille y dejó la mochila
tranquilamente encima de la cama.
- ¡Mira Guille! —exclamó Pablo señalando la estantería. Allí
estaba la figura del brujo otra vez. Al verla, salieron corriendo hasta el
cuarto de estar.
-Mamá, mamá, hay un brujo en nuestro dormitorio —gritaron con
desesperación.
—Pero, claro, si es el que os trajo Bea de su viaje por África.
Los dos niños, mirándose en silencio, se sentaron sin
fuerzas en el sofá.
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Autor:Guille Martínez Ortiz |
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Autor:Pablo Martínez Ortiz |
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Pescando percebes |
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Templo de Abu-Simbel |
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Pirámide de Keops |