Ayer llovió.
Estábamos en La Azohía, un
lugar maravilloso de nuestra costa murciana, en donde se ha respetado una
construcción no invasiva, sin los abusos que se han llevado a cabo en otras
zonas de las playas levantinas. El paseo por la orilla del mar es tranquilo y apacible.
La vista desde la terraza del piso de arriba era una preciosidad, aunque se estaban formando algunas nubes.
De repente, en cuestión de unos minutos, las montañas se cubrieron de nubes negras. Casi no se veía, parecía que había niebla y todo se oscureció. Empezaron a caer unas gotas, pocas al principio, volví a escuchar el sonido sordo del agua sobre la tierra seca del monte que teníamos detrás y el chapoteo del agua sobre las baldosas de la terraza de la casa en donde estábamos. Era maravilloso escuchar, como si se tratase de distintos instrumentos, el sonido de la lluvia según cayese sobre una superficie u otra. No me lo podía creer, otra vez caía agua del cielo y empezaba la melodía de la lluvia. Salí a la terraza, necesitaba respirar el aire húmedo, limpiarme los pulmones del polvo de tantos meses sin caer la lluvia y entonces la tierra y el mar, al recibir la bendición del riego del cielo empezaron a desprender aromas a campo, a tomillo y a romero. También las higueras que había por allí cerca me regalaron su perfume y el mar dejo que el olor a sal llegase hasta mí. La sinfonía aumentó con los truenos que retumbaban en las montañas, y los rayos que caían en el mar agregaron belleza al momento. Fue una fiesta para los sentidos. En aquel momento me reconcilié con la madre naturaleza que tanto calor nos había dado en los días anteriores.
Esperemos que podamos
resarcirla de tantos desastres que hemos provocado sobre su piel.