Se acerca el comienzo del curso escolar y llega el otoño; se acabaron las actividades al aire libre y apetece más quedarse en casa leyendo un libro. Aquí subo el primer capítulo de El repartidor de pesadillas, seguro que os gustará su lectura.
Autor: José Luís Ocaña. |
1er capítulo,
La Casa del Frío
En el pueblo la llamaban la Casa del Frío
porque todo el que pasaba cerca del lugar se quedaba helado durante un rato, y
hasta que no se alejaba bastantes pasos de allí no entraba en calor. Las
ventanas y las puertas apenas encajaban bien, y en los días de viento se abrían
y cerraban con mucha rapidez y fuerza produciendo un ruido infernal. A veces,
de los portazos, se rompían algunos cristales por lo que era muy peligroso
pasar cerca. Los vecinos le habían propuesto al alcalde demolerla para que no
ocurriese ninguna desgracia, pero él les contestaba que eso era imposible, que la
casa tenía sus dueños.
-No puedo entrar y derruir una propiedad que
está habitada.
-¿Cómo habitada? Yo no he visto a nadie
entrar ni salir de ella -le replicaba Genaro, el carnicero.
Dudaban que dentro hubiese inquilinos porque
nunca se oía música ni otros sonidos habituales en las casas corrientes. El dueño no tenía ni radio ni televisión, ni
siquiera teléfono, y mucho menos un móvil para poder relacionarse con el
exterior; no quería saber nada de lo que
ocurría fuera ni que se supiera de su existencia.
-Pues yo sí. Cuando saco a pasear a mi perro por las noches, suelo venir por aquí y
siempre hay luces encendidas -comentó el
frutero-, y por las mañanas oigo cantar a un gallo y, a veces, se escucha el
cloqueo de las gallinas.
El panadero aseguró que él dejaba todos los
días el pan y la leche en la puerta y que luego, a final de mes, un señor
bastante extraño le abonaba el importe de las facturas.
-Veis como tengo razón, claro que hay
inquilinos dentro -explicó el alcalde-. Siempre pagan la contribución y la
recogida de basuras, así que esta casa no se puede tocar.
-Por lo menos podremos hablar con ellos y
exigirles que la arreglen; debemos enterarnos quiénes son los que viven ahí. Le
preguntaremos al párroco, él es tan
mayor que seguro que conocerá a los dueños de la casa.
Los más decididos propusieron hacerle una
visita, y la comitiva se dirigió hacia la iglesia a esperar que terminase la
misa de ocho para preguntarle al señor cura si él sabía algo de la historia del
viejo edificio.
-Sí, sí que lo recuerdo; hace unos cuantos
años llegó a este pueblo un hombre muy extraño con un niñito de la mano; les
acompañaba un señor con un aspecto muy humilde, por lo que deduje que debía de
ser el criado. Se instalaron en las afueras del pueblo en la Casa del Frío. Se
la compraron al señor marqués que había enfermado y necesitaba mucho dinero
para medicinas y, aunque no le gustó nada la pinta del comprador, no tuvo más
remedio que vendérsela. Me dijeron que
cogió una pulmonía al estrecharle la mano para cerrar el trato. Siempre
comentaba a sus vecinos que aquel hombre despedía tanto frío que se le quedó el
brazo congelado durante un tiempo y, debido a eso, se puso más enfermo todavía
-les explicó el señor cura-; fue por esa causa por lo que empezaron a llamarla la Casa del Frío. La
verdad es que cuando llegaron, al principio, todo el mundo los tomó por
mendigos por el aspecto de sus trajes y lo delgados que estaban; nadie se
imaginaba que tenían dinero suficiente para poder pagar esa casona que, en
aquella época, era la más bonita de la comarca. Cuando el señor marqués contó a
su familia la extraña sensación que sintió al darle la mano al nuevo dueño y lo
malo que se puso, se empezó a correr la voz de que, aunque el recién llegado
dijo que era un científico, en realidad debía ser un brujo o algo parecido.
Desde ese momento, cuando los vecinos lo veían por el pueblo se cruzaban de
acera para que no les echara ningún maleficio; nadie se ofreció a ser su amigo
y, a veces, los chiquillos se reían de ellos. Genaro, ¿no te acuerdas de que un
día te tuve que echar una buena regañina porque les quisiste tirar una piedra? -dijo
el sacerdote mirando fijamente a uno de los hombres que más insistía en que
aquella casa estaba deshabitada.
Al escuchar esto, todo el mundo le dirigió
una mirada de reproche al carnicero que, disimuladamente, agachó la cabeza y
caminando hacia atrás se fue avergonzado a su casa.
-Bueno -continuo el cura-, no sé si sería por
eso o porque ellos tampoco tenían muchas ganas de conversación, empezaron a
quedarse en su casa sin salir y, pasado un tiempo, no se volvió a saber nada más de los nuevos
propietarios de la Casa del Frío.
Después de escuchar al párroco y viendo que no podían
solucionar nada esa noche, decidieron dejar para otro momento el ir a hablar
con los dueños de la casa, aunque ninguno quiso confesar que lo hacían
también porque el edificio les daba un poco de miedo. Se había hecho de noche y
el caserón ponía los pelos de punta.
-Yo creo que es un
poco tarde para ir a molestar a nadie -expuso el alcalde.
-Tiene usted razón. Si al menos alguno de
nosotros los conociera… -contestó su secretario.
Poniendo miles de escusas, quedaron en verse
otro día que les viniese bien a todos para ir a resolver el problema.
Si esos charlatanes hubiesen podido ver el
aspecto de los tres individuos que habitaban en la ruinosa vivienda, no se
hubiesen ido a descansar tan ricamente como lo hicieron, sino que se habrían
preocupado bastante sabiendo que tenían como vecinos a unas personas muy
extrañas.
Lo
que sucedía dentro de la Casa del Frío era una escena doméstica de lo más
normal; lo raro era la indumentaria y el aspecto tan tétrico que ofrecían los
tres hombres, que alrededor de una mesa de camilla, iluminada por una única bombilla
que colgaba de un techo altísimo, parecía que estaban cenando; bueno, cenar,
solo dos de ellos porque el tercero, el más anciano, estaba sirviendo a los que
estaban sentados.
El hombre que estaba de espaldas a la ventana
era alto y delgado; su sombra se reflejaba en la pared como si hubiesen pintado
un ciprés negro frente a él. Por los malos modos con los que hablaba a los
otros dos y pedía más comida, podríamos asegurar que era el dueño de aquel
edificio. Sus pequeños ojos incoloros, escondidos detrás unas gafas gruesas que se apoyaban
sobre una nariz aguileña, se hundían en sus cuencas. Su pelo negro le caía por
los hombros y se veía bastante descuidado. A los lados de la cara y entre dos mechones de
pelo le salían las puntas de las orejas, lo que le daba el aspecto de un duende
maligno. Se notaba que el uso del jabón no era una costumbre muy arraigada en
él. Las maños y las uñas estaban teñidas de distintos colores debido a los
experimentos que siempre estaba realizando en el laboratorio. Sin embargo, lo
que más le afeaba era la cicatriz de una quemadura que le atravesaba el lado
derecho de la cara y que hacía que la comisura de la boca se elevase hacia el
ojo ofreciendo un rictus extraño. Llevaba un traje negro bastante gastado, con
muchos brillos a fuerza de plancharlo a
menudo; los zapatos eran también negros
con la punta tan larga y estrecha que entraban siempre en la habitación antes
que él, de manera que su sirviente sabía cuándo llegaba el jefe sin necesidad
de que este tuviese que avisarle con anterioridad. Como ya he dicho antes, el doctor
Metodio, que era como se llamaba este individuo, se pasaba todo el día
encerrado en su laboratorio preparando pócimas y brebajes que, aparentemente,
no servían para nada porque las dejaba guardadas en su habitación secreta;
nadie excepto él podía entrar a ese lugar.
-Alguna vez encontraré una fórmula que me
hará rico -decía para disimular su tacañería, aunque no le hacía falta el
dinero; tenía más de lo que se podría gastar durante toda su vida.
Mientras trabajaba allí se solía poner una
bata blanca encima de su traje negro, aunque los colores se mezclaban un poco,
porque ni el negro del traje era todo lo oscuro que debía ser ni el blanco de
la bata era blanco, así que parecía que iba vestido de un gris bastante triste.
Él se consideraba un gran científico y sobre todo químico, pero ya os dije lo
que la gente pensaba realmente de él.
A su lado, Críspulo, el niñito que el cura
había visto llegar una noche hacía mucho tiempo junto con los dos hombres,
había crecido y había dejado de ser un crío. Siempre tenía mucha hambre y se
zampaba todo lo que le ponían en el plato con mucha ansiedad. Se notaba que lo
que comía era insuficiente para saciar su apetito. Se había convertido en un chico muy alto y
corpulento de esqueleto, pero bastante delgado y necesitaba más alimento del
que allí le daban. Debería tener aproximadamente entre dieciséis o diecisiete años aunque
era difícil calculárselos. La característica más llamativa del muchacho era el
precioso color de su pelo, rojo fuego, a diferencia del tono anaranjado más
común entre los pelirrojos.
Muchas veces, su padrino, que era como él llamaba al doctor
Metodio, le cortaba mechones para hacer experimentos en su laboratorio. Decía
que esos cabellos tan especiales tenían poderes extraordinarios. Sus ojos eran verdes,
redondos, muy brillantes y transparentes, parecían dos ventanas abiertas
al mar. Encima de los ojos, unas cejas
también rojas y una nariz respingona.
Críspulo llevaba unos pantalones de color verde y una camisa a cuadros del mismo tono del pantalón
que le daban el aspecto de un leñador de película antigua; los zapatos,
marrones, tenían la suela de goma despegada por delante, de manera que si los
mirabas de frente parecían la boca de dos hipopótamos a punto de tragarte. Su
cara era un poco alargada, como todo él, aunque, a lo mejor lo que le ocurría era
que estaba muy delgado y le faltaba comida para rellenar todo su cuerpo.
La otra persona que permanecía levantada
trayendo leche, cereales y pan era Olegario, el pobre criado que se movía por
la habitación silenciosamente, como si sus pies no pisaran el suelo.
Olegario era muy viejo y casi no veía ni oía, por
eso llevaba unas gafas muy gruesas y usaba audífono. El doctor Metodio decía que ya no
servía para nada y lo tenía en su casa a regañadientes, porque sabía que
Críspulo no consentiría que lo echase;
era la única persona que le había dado cariño en su infancia y ahora a la vejez
le devolvía todas las atenciones que había tenido con él.
1 comentarios:
Me alegra verte de nuevo, Conchita.
Curioso primer capítulo. Quedo, intrigado, a la espera del segundo.
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