Dibujo realizado por Guillermo Martínez Ortiz para
la ilustración de este cuento.
El
gorrión y la flauta mágica
Todo
el bosque estaba preparado para recibir a la nueva estación. La primavera
estaba a punto de llegar y los primeros brotes aparecían en las ramas de los árboles, los campos se llenaban de
flores y los pájaros ya tenían sus nidos preparados para acomodar su puesta de
huevos.
Una pareja de gorriones llevaba unos días esperando el
acontecimiento. Sus huevos blancos con pequeñas manchas negras, descansaban
sobre las hojas, ramas y trozos de hilos y cuerdas que habían tejido para
formar su casa. El padre y la madre se turnaban para incubarlos.
Una mañana la primera cría rompió un huevo con el pico
y se vio libre de la cáscara que lo tenía aprisionado. A continuación, los
demás se empezaron a animar y los cuatro gorrioncillos estuvieron dispuestos
para recibir la comida que les traerían sus padres.
Los gorriones se alternaban en el cuidado de los
pequeños; unas veces los cuidaba la madre, y el padre iba a recoger granos,
frutas y pequeños insectos, y otras era ella la que salía a buscar la comida
mientras el padre se quedaba con los pichones. Pasó el tiempo y los pajaritos
se prepararon para salir del nido. Una tarde el más espabilado saltó de la rama
y sus padres lo siguieron para ayudarlo. Le enseñaron a coger las hormigas del
suelo y le sostuvieron con sus alas para que levantase el vuelo, así lo
hicieron con todos hasta que fueron mayores y totalmente independientes.
Los pájaros piaban tanto que las ardillas que vivían
cerca de ellos a veces tenían dolor de cabeza, sin embargo, había uno en
especial al que sí daba gloria escuchar. Él no piaba, él cantaba y lo hacía
mejor que un ruiseñor. Conseguía que todos los animales que estaban cerca
dejasen lo que estaban haciendo y parasen para oírlo. El gorrión no descansaba
aunque estuviese anocheciendo. Una tarde, el búho del árbol vecino que estaba
asombrado de los pulmones del pequeño gorrión dijo:
—Sus trinos parecen el sonido de una flauta mágica; a
partir de ahora te llamaré Flautín.
A los animales del bosque les hizo gracia lo que dijo
el búho, así que, Flautín por aquí, Flautín por allá, se quedó con ese nombre.
Los padres estaban muy orgullosos y asombrados de su
hijo; no era normal que un gorrión cantase así, por eso dudaban de si ese huevo
que habían incubado podría ser de otra clase de pájaro, quizás de un canario o
de un ruiseñor, aunque por otro lado su apariencia externa era la de un
gorrión: Flautín tenía que ser hijo suyo.
Los pequeños gorriones cada vez se atrevían a volar más lejos; durante el día
hacían sus inspecciones por los alrededores y luego volvían a dormir al mismo
árbol. Flautín era el más madrugador y también el que regresaba más tarde. Sus
padres estaban intrigados; no sabían cuáles serían las ocupaciones diarias de
su hijo.
—Mañana, en cuanto se levante, lo seguiremos para ver a dónde va —dijo la madre
un poco preocupada.
Eso hicieron, en cuanto Flautín levantó el vuelo sus padres lo siguieron a una
distancia prudencial para no ser descubiertos. Volaron durante un rato sobre
unos huertos cercanos que estaban llenos de naranjos y limoneros. El olor a
azahar llenaba el aire. Divisaron a lo lejos a su hijo; se había posado en la
rama de un limonero. En ese momento oyeron la melodía que él siempre cantaba.
Al principio, pensaron que se había parado a descansar y había aprovechado para
entonar su canción favorita, pero comprobaron que cerca había una casa de donde
salía el sonido de una flauta que parecía mágica de verdad. Su hijo la
escuchaba embobado. La casa era pequeña, pero se veía muy cuidada; en el jardín
había un perro que ladraba sin parar y dos o tres gatos que no quitaban ojo a
la rama en donde estaba Flautín posado. Los padres se preocuparon un poco, no
parecía un lugar seguro. En el piso superior de la casa había una ventana
abierta y, dentro, una señora sentada al piano acompañaba a una jovencita que
tocaba con una flauta la misma melodía que su hijo les entonaba todos los días.
Cuando terminó la muchacha, Flautín empezó con sus trinos. Ella se asomó a la
ventana, parecía que ya estaba acostumbrada a oírlo porque sonreía mirándolo
mientras el gorrión repetía una melodía parecida a la que ella acababa de
interpretar. Los padres se dieron cuenta de que en ese lugar su hijo había
aprendido a cantar. Levantaron el vuelo y dejaron a Flautín disfrutando de sus
clases de música.
Todos los días, el gorrión volvía para escuchar a su amiga, se colocaba en el
limonero que había elegido el primer día que llegó a aquel huerto y esperaba a
que se abriese la ventana, a que la señora se sentase al piano y a que su amiga
empezase a ensayar. Una mañana estuvo aguardando durante mucho rato, pero nadie
se asomó. Flautín volvió a su casa muy triste; no se explicaba dónde había ido
su amiga ni por qué había dejado de interpretar sus preciosas canciones. El
búho, extrañado de que esa tarde no cantase, le dijo desde su rama:
—¿Qué te pasa Flautín?, ¿esta tarde no cantas?
—No tengo ganas señor búho, lo siento —y se acurrucó en una rama al lado de sus
hermanos.
Todos, en el
bosque, echaron de menos sus trinos.
Por la noche estuvo lloviendo sin parar. Flautín no pudo pegar ojo, aprovechó
para levantarse más temprano y como no sabía qué hacer se dirigió hacia el
huerto en donde se encontraba la casa de su amiga. Cuando se colocó en su rama,
la vio, se dio cuenta de que la chica estaba en la puerta esperando a alguien.
En ese instante apareció un coche rojo como el tejado y, dentro de él, la
señora que tocaba el piano con un vestido negro muy elegante. La chica también
estaba muy guapa, parecía una artista. Se subió al coche y el motor arrancó
suavemente, parecía que el conductor no lo quería manchar con el barro de los
charcos que había por el jardín. Flautín, intrigado se dispuso a seguirlas.
Atravesaron los huertos que rodeaban la casa y salieron a una carretera que
tenía mucho tráfico. ¡Ay! ¡Qué complicado era volar por encima de tantos
coches! El humo subía hacia donde él estaba y le irritaba los ojos, le lloraban
tanto que casi no veía, además, iban tan deprisa que le costaba mucho
seguirlas; menos mal que el color rojo se veía a gran distancia y eso le
facilitaba un poco las cosas. De repente, sin saber por dónde, salió otro coche del mismo color y
forma parecida. ¿Cuál de ellos sería? Ahora sí que estaba en un aprieto. Bajó
un poco el vuelo y aprovechando que los coches se habían parado se dispuso a
mirar por las ventanillas para ver en cuál de ellos estaba su amiga. Por fin la
vio, ya no se le iba a escapar. Entonces se encendió una luz verde que estaba
colgada de un árbol muy extraño, sin ramas ni hojas ni nada, y todos los coches
salieron corriendo haciendo mucho ruido. Por poco se cae al asfalto; estaba
desprevenido cuando los motores arrancaron. El coche rojo se paró y las dos
chicas se bajaron de él. Se pararon ante el edificio más bonito de todos los
que allí había.
La entrada era tan alta que sus dos amigas parecían hormigas cuando subieron
por las escaleras. Intentó seguirlas pero se dio cuenta de que había unas
puertas de cristal que daban vueltas y vueltas y, aunque hizo varios intentos
de pasar detrás de ellas, estuvo a punto de estrellarse contra los cristales,
así que desistió y se posó en un árbol que había por allí cerca para esperar a
que salieran.
Había transcurrido bastante rato y Flautín se estaba impacientando. Allí solo,
sin nadie de su familia y sin saber dónde estaban sus amigas empezó a notar que
el corazón se le encogía, la verdad es que estaba un poco asustado. Nunca se
había sentido así y no le gustó nada esa sensación.
Levantó el vuelo y se acercó a una de las ventanas que el edificio tenía en la
parte superior, se posó encima del alfeizar y pudo ver una sala grandísima en
donde hombres y mujeres tocaban cada uno un instrumento diferente aunque
interpretaban a la vez la misma melodía. Entonces la vio: su amiga, delante de
todos, tocaba con su flauta una de las canciones que ella había ensayado.
Después, ¡qué maravilla! todos tocaron la que ella y él practicaban a diario en
la casita del huerto. No lo pudo resistir, se coló por una claraboya que estaba
abierta y, volando en círculos, se posó encima del piano.
En el centro de la sala, ella estaba radiante, parecía la más importante de
todos; estaba más guapa que nunca. Un señor con una ramita pequeña en la mano
hizo un gesto y todos se pararon. Entonces oyó un sonido muy fuerte y cuando
miró hacia el otro lado vio a muchas personas que juntaban y separaban las
manos, haciendo un ruido parecido al que él hacía con las alas cuando estaba
aprendiendo a volar.
La joven se
inclinaba hacia adelante y sonreía a todos.
Uno de los músicos se dio cuenta de la presencia de Flautín y avisó a unos
compañeros:
—¡Coged ese pájaro! Nos va a estropear el concierto.
Otro se levantó y le echó por encima su chaqueta negra para atraparle, pero, en
ese momento, ella miró hacia donde estaba el gorrión y lo reconoció enseguida,
ese gorrión era Flautín, la había seguido hasta el Teatro de la Ópera.
—¡No! Por favor no le hagáis daño, es mi amigo, ya veréis como canta conmigo
mientras toco la flauta —exclamó asustada.
Lo cogió con cuidado y lo colocó sobre su hombro, sujetó despacio la flauta
para que Flautín no se cayera y empezó a tocar la pieza que siempre ensayaba y
que él oía desde la rama del limonero. Ante el asombro de todos, el pajarito
acompañó con sus trinos las notas que salían de la flauta. Los músicos de la
orquesta, el director y el público no se podían creer lo que estaban escuchando
en ese momento había un gorrión interpretando La Flauta Mágica de Mozart, ¡eso
era impensable!
Se hizo un gran silencio y volvieron a repetir la misma pieza del repertorio
¡qué maravilla! no desafinó ni una nota.
La gente volvió a mover las manos como habían hecho antes con su amiga. Ella
estaba muy contenta y él muy feliz, porque, aunque era un simple gorrión,
cantaba como un ángel. Eso era lo que siempre le decía Laura cuando se iba la
gente y se quedaban solos. A veces, cuando actuaban por la noche, a través de
los cristales de las ventanas, se veía a un extraño grupo compuesto por un búho
y un grupo de gorriones escuchando sin pestañear las preciosas melodías de
Laura y Flautín. Luego, se acercaban a la puerta del teatro a ver el cartel
anunciador:
HOY
9ª REPRESENTACIÓN DE “LA FLAUTA MÁGICA”
(DE MOZART)
Entonces
los padres de Flautín preguntaban al señor búho, que era muy sabio y sabía leer
muy bien:
—¿Quién será ese Mozart?
Y el búho haciendo gala de su sabiduría contestaba:
—Debe de ser el dueño del teatro —afirmaba.
Luego añadía:
—En ese cartel pone que están tocando La Flauta Mágica, seguro que se refieren
a Flautín, ¿habéis visto como yo tenía razón? su sonido es verdaderamente
mágico.
Y al escucharle, sus padres se sentían muy orgullosos de tener un hijo como
Flautín.
Fin
|
2 comentarios:
oh que hermoso cuento Conchi!!!!! lo he disfrutado mucho, tanto que se me hizo cortito jejeje que relato tan mágico!!!!!!! estupendo como siempre
un abrazo, eliz
Lo primero es darle las gracias a mi nieto por dedicarme parte de su tiempo en hacerme un dibujo tan gracioso. Yo no lo hubiese hecho mejor.
Luego quiero decirle a mi amiga Eliz Segoviano que no concibo un cuento mío sin uno de sus agradables comentarios que tanto me animan a seguir escribiendo. Un beso para los dos.
Publicar un comentario