Esto
es agua
A mi padre que invirtió parte de sus ahorros en una huerta para
que pudiésemos disfrutar de la naturaleza, y a mis hijos que sí la supieron amar
y valorar.
Primer capítulo.
Lucas nunca estaba satisfecho con las cosas
que le rodeaban y vivía constantemente enfadado. Nada de lo que tenía le
gustaba.
Residía
con sus
padres en una casa rodeada de huertas que habían heredado de su abuelo Pepe.
Don José nunca la quiso vender; quería que su nieto tuviese una infancia sana,
en un lugar sin contaminación y lejos de los humos de la ciudad.
—Si viviésemos en el pueblo, iría andando al colegio y no
tendría que levantarme tan temprano —protestaba todos los días cuando entraba
su madre a despertarle.
—Pero Lucas, siempre con la misma cantinela. Seguro que tus
compañeros tienen que levantarse a la misma hora que tú.
Lucas no sabía valorar lo que tenía; no se
daba cuenta de que su madre, todos los días, le hacía un zumo riquísimo
con naranjas recién cogidas del árbol y que el pan estaba tan rico porque lo cocía en
un horno de leña, ni apreciaba la tortilla que se llevaba en el
bocadillo hecha con huevos frescos acabados de coger del gallinero. Todas esas
cosas no tenían valor para él.
Lucas
solo sabía protestar por todo: ¿por qué tenía
que ir al colegio en un autobús que le recogía como a los niños pequeños?, ¿por
qué no tenía cerca ni el cine ni la
hamburguesería?, ¿ por qué no podía ir al centro comercial más que los fines de
semana y con sus padres. En fin, que era un auténtico amargado. Hasta protestaba
porque no tenía piscina, él, que se bañaba en verano en una balsa de riego
grandísima que recogía continuamente el agua cristalina que salía de un pozo
artesiano que había hecho su abuelo.
—200 litros por segundo —le oía decir a su padre, orgulloso
cuando se refería a la cantidad de agua que subía, ayudada por una bomba, del
acuífero subterráneo que tenían debajo de su huerta.
Cuando
era muy pequeño, todavía lo recordaba, el pozo se secó y su abuelo se
empeñó en profundizar unos pocos metros más para
buscar agua. Para ello tuvo que taladrar una roca que había debajo de donde se
encontraba el pozo.
—Don José, en el fondo, seguro que hay agua —le dijo el
pocero, y su abuelo, aunque sabía que le iba a costar una fortuna, quiso seguir
y romper la roca hasta encontrar la balsa subterránea de agua.
Lucas
siempre pensaba que ese dinero que gastó su abuelo en el pozo, lo tenía que
haber empleado en comprar un piso en el pueblo.
En
verano, sus amigos iban a visitarlo y se bañaban en la balsa de riego.
—¡Qué suerte tienes! Tener una balsa para ti solo con este
agua tan rica —le decía su amigo Ginés—.
¡Está tan fresca y limpia!
—Además, no tiene cloro como la piscina del pueblo. Cuando
me baño en ella, siempre se me ponen los ojos malos ——continuaba Chechu.
¿Vosotros
creéis que él se conformaba? Pues no, siempre le sacaba el lado malo a todo.
—Sí, pero aquí hay muchas ranas —añadía.
—¡Lucas. mira que eres protestón; aún con las ranas, el agua
está limpísima, además, cuando nos oyen llegar se esconden. Y ame gustaría a mí
tener una huerta como esta y vivir aquí, en lugar de hacerlo en un piso; eso es más aburrido. No puedo montar en
bicicleta ni tener perro —explicaba Ignacio.
En
eso sí que les daba la razón, no podía vivir sin su bicicleta ni sin su perro
Charlie.
Una de las cosas que más les gustaba a sus
amigos era la hora del riego; ver como por medio de una acequia, se podía regar la huerta que rodeaba
la casa. La acequia era como un pequeño arroyo que atravesaba el terreno. Aparentemente,
el cauce estaba seco hasta que su padre levantaba
una pequeña compuerta desde la balsa de riego, y el agua que estaba esperando
como si fuera la hora del recreo, salía rápida y bulliciosa e iba llenando el pequeño
cauce. Saltaba risueña, juguetona y cantarina entre las piedras hasta que
inundaba todos los bancales y bañaba las raíces de las hortalizas que estaban
plantadas. Cuando sus amigos veían a su
padre dirigirse hacia la compuerta le decían:
—Don José ¿le podemos ayudar?
Entonces,
él, satisfecho, repartía una azada a cada uno y los colocaba en los sitios
estratégicos para que esperasen la llegada del agua. Cuando la veían aparecer
daban un golpe en la tierra y abrían un surco para que el agua no pasase de
largo sino que entrase en todos los bancales. Al principio, el agua corría rápida
entre la tierra seca, pero, poco a poco, el suelo sediento se iba empapando y,
entonces, ya no corría sino que se quedaba quieta dejando toda la huerta fresca
y limpita ya que el polvo desaparecía. Luego José les preparaba algunas bolsas con productos de
los que acababa de recoger: naranjas, tomates,
pimientos y, a veces, fresas.
—Esto por haberme ayudado —les decía guiñándoles un ojo
4 comentarios:
Conchita. Un cuento precioso para enseñar valores que tanta falta hace a los niños, es el mejor homenaje que has podido hacer a tus padres, los recuerdo con cariño, eran personas altruistas y, precisamente con valores. Esperanza
Esperanza,me ha emocionado que tengas tan buenos recuerdos de ellos.Ya sabes cómo eran ,así que no tengo nada que decirte sobre ellos, solo que en esa huerta pasamos momentos inolvidables,.Siempre que puedas, cuando leas alguno de mis cuentos hazme un comentario sobre ellos, pues eso es lo que anima a seguir escribiendo. Un beso.
He recordado mi niñez leyendo éste cuento, Yo vivia como Josemi, pero siempre me senti muy afortunada. Muy bonita Conchita. Marisa Alonso
Gracias Marisa. Un beso.
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