El juanete de Melchor
Los lamentos del rey se oían en todo el
palacio. ¡A Melchor le había salido un juanete!
—¡Cómo es posible que me pase esto a mi
edad! —decía quejándose a los médicos que le asistían...
—Majestad, a su edad es cuando salen
los juanetes —le respondían—. La gente joven no los tiene.
—¡Ay! ¡Qué mala suerte! ¡Si tengo el
dedo gordo como una berenjena! Estoy esperando una visita muy importante y no
me pueden ver de esta forma. Mis invitados vienen desde muy lejos y me van a
encontrar hecho un viejo achacoso.
El primer ministro le comentó:
—Majestad, viejo viejo, no está, pero
ya tiene unos añitos.
Uno de los médicos que le atendía se
atrevió a interrumpirle.
—¿Puedo recordarle humildemente que su
majestad, además de rey, es mago? —dijo
muy bajito para que sus palabras no rebotasen en la berenjena real y le
produjesen más dolor aún.
—Majestad, usted mejor que nadie, puede
curarse con su magia —le recordaron los otros médicos que estaban allí.
Él podía arreglar su problema si quisiera,
pero en ese momento, lo que verdaderamente le preocupaba era que el palacio
estuviera en condiciones para recibir a sus ilustres huéspedes.
Pensó que debía comprobar que todo estuviese
preparado.
Melchor pidió que le trajeran un palanquín para recorrer su magnífico hogar. Tardaría varias horas en hacerlo y él no estaba para muchos trotes. Dos criados muy fuertes lo colocaron con mucho cuidado y lo levantaron como si fuera una pluma.
—¿A dónde vamos Majestad? —preguntaron.
—Llevadme hasta la puerta del Respeto;
por ese lugar entrarán mis huéspedes.
Mientras atravesaban el palacio,
Melchor comprobaba que todo estuviese en orden.
—Hamed, ¿habéis limpiado las cúpulas
doradas de las cuatro torres?
—Sí majestad. El oro que las cubre
reluce como el sol —le contestó.
—Bien, bien. Mis invitados se merecen
que todo esté perfecto. Ah, ¿y las fachadas? —volvió a preguntar.
—El mármol ha quedado más blanco que la
leche que ordeñan vuestros cabreros —el rey se rió al escucharle.
Las criadas, ocupadas en la preparación
de las habitaciones de los invitados, le saludaban al pasar. El rey Melchor
quedó satisfecho.
El palanquín siguió durante un rato
atravesando los jardines; los jardineros estaban muy ocupados. Hizo un gesto
con la mano para que los porteadores parasen.
—-Palmerero, ¿cuántas palmeras habéis
podado?
—Señor, ya llevamos más de quinientas,
además hemos arreglado todo el seto que rodea el palacio y llevamos más de dos
mil orquídeas y rododendros plantados alrededor de los veinte surtidores que
refrescan el ambiente.
—¿Y el bosquecillo de olivos que hay al
fondo del jardín?
—Hay una cuadrilla que está cortando
las ramas viejas y recogiendo todas las
aceitunas que han caído al suelo.
El canto de los innumerables pájaros
que anidaban en los árboles del jardín le hizo alzar la voz.
—Perfecto, perfecto, Mohamed.
En ese momento se oyó el sonar de las
trompetas, siempre lo hacían cuando llegaban visitantes ilustres. Tenían que
aligerar hasta llegar a la puerta del Respeto, no quería hacerles esperar, pero las numerosas fuentes y acequias, que producían continuamente un
refrescante murmullo de agua, les
impedían moverse con rapidez.
Una caravana estaba esperando a que le diesen paso para entrar a descansar
del largo viaje. Dos imponentes camellos destacaban de los demás por la riqueza
de las ropas de las personas que iban montadas sobre ellos.
¡Por fin llegó Melchor a la puerta!
Descendió del palanquín sin que saliese un solo quejido de su boca y se dirigió
a recibirles.
—¡Queridos amigos Gaspar y Baltasar!
Sed bien venidos. Estaba impaciente esperando vuestra llegada.
La alegría del encuentro parecía que le
había hecho olvidar su dolor.
—La impaciencia era nuestra, Melchor.
El viaje ha sido largo pero, realmente lo merece. Durante las noches que hemos
pasado en el desierto nos ha guiado la estrella que tanto hemos estudiado —dijo
Baltasar lleno de optimismo—. Estamos seguros de que nos quiere indicar el
lugar en donde va a ocurrir el nacimiento del rey de los judíos, como dice la
profecía.
—Queremos salir cuanto antes. Cuando
nuestros camellos descansen nos pondremos en camino y tú,
nos acompañarás como habíamos quedado, ¿no es así? —preguntó Gaspar al
maltrecho Melchor.
—Sí, por supuesto, yo quiero ir con
vosotros, pero mirad mi dedo, lo tengo como una berenjena —les comentó
afligido, mientras les mostraba su pie hinchado.
—Eso no es nada, Gaspar tiene un
remedio infalible. En cuanto te lo prepare se te quitará el dolor y podrás acompañarnos
—le dijo Baltasar tratando de animarle.
A Melchor se le cambió la cara. A él no
le gustaba usar su magia consigo mismo; la empleaba para beneficiar a otras
personas.
Esa noche después de descansar y cenar,
Gaspar le untó el pie con una pomada y luego se lo vendó.
—Mañana estarás como nuevo Melchor, que descanses. Gaspar
salió cerrando la puerta.
Dos días estuvieron descansando y reponiendo víveres para
que no escasearan en el viaje y por la noche subían a una de las torres más
altas del palacio para observar la
estrella.
—¡Qué bella es! Nunca vi nada parecido —decían asombrados.
Los tres magos eran eminentes astrólogos y sabían que esa estrella
les traía buenas noticias.
—Estoy deseando
emprender el viaje –—insistía Baltasar.
Todos estaban muy nerviosos, querían conocer a ese gran
personaje que había revolucionado los cielos; hasta las estrellas parecían
obedecerle.
Por fin, al tercer día la
caravana emprendió el camino, la pomada de Gaspar le había hecho efecto y le
habían desaparecido los dolores.
El viaje por el desierto fue
agotador y el rey Melchor lo notaba más que ninguno. No en vano era el
más anciano de todos. La pomada ya no le aliviaba y sufría mucho, pero no se
quejaba, no quería detener el viaje.
Sabía que estaban ante un acontecimiento muy grande y tenían que llegar cuanto
antes.
Una noche, en la que los dolores de su pie eran
insoportables, la estrella se paró en un pueblecito pequeño llamado Belén.
-—¡Parece que hemos llegado! —exclamaron los tres muy
contentos.
—Se oyen unos cantos preciosos, sigamos a la gente; todos
van hacia donde está la estrella —dijo lleno de júbilo Baltasar.
Melchor callaba, habían dejado los camellos a uno de sus
camelleros; no sabía si podría llegar andando, sin embargo, hizo un último
esfuerzo, no había hecho un viaje tan largo para rendirse en el último momento.
Les seguían sus pajes con lo regalos para el niño rey. Se hicieron
paso entre una gran multitud que se acercaba al mismo lugar al que iban ellos,
los canticos se oían cada vez más cerca.
De repente se encontraron delante de un establo iluminado por
una brillante luz. La luz salía de un pesebre que había en el centro en donde
estaba acostado un niñito precioso. A su lado, sus padres parecían
los seres más felices del mundo.
Los ángeles que lo rodeaban cantaban unas canciones tan
lindas que lo arrullaban y dormían. El niño no se enteraba de todo el bullicio
que se había formado a su alrededor.
En ese momento un paje observó la cara de Melchor contraída
por el sufrimiento que le producía el juanete y le ofreció un asiento. Se sentó
en él mientras contemplaba al niño. Realmente no había visto nunca un bebé tan
bonito. Todo el mundo sintió que el amor flotaba en el aire y que algo se
transformaba dentro de ellos.
En ese momento Melchor vio que un mendigo cojo, vestido con
harapos y arrastrándose gracias a unas muletas, intentaba acercarse también. El
mago al darse cuenta de la dificultad que tenía para moverse, se levantó y le
ofreció su asiento.
—No puedo aceptarlo, señor. Usted es un rey y yo un mendigo.
—Insisto en que se siente, buen hombre. Delante de este niño
todos somos un poco mendigos, todos venimos a pedir.
María se había dado cuenta de la buena acción de Melchor y,
como el niño se había despertado le invitó a que lo cogiera.
Melchor se acercó cojeando, ya casi no sentía la pierna, el
dolor le subía hasta la rodilla.
Cuando lo tomó en brazos, el pequeño le sonrió, y aquella
sonrisa fue como un bálsamo para su pie: el dolor y la hinchazón desaparecieron
inmediatamente.
El rey pidió permiso a María
para dejarle el niño al mendigo;
un hombre que había hecho tanto esfuerzo para llegar hasta allí bien
merecía tenerlo un poco en brazos.
El mendigo seguía sentado pero no se atrevía a cogerlo, no
quería manchar ese cuerpecito tan blanco y tan puro.
—¡Cójalo! su madre nos ha dejado —le dijo Melchor.
El hombre le obedeció, lo sostuvo durante unos instantes
mientras el niño le tocaba la cara con sus manitas. El mendigo sintió como si un manantial de agua templada le recorriese el cuerpo por fuera y por
dentro y, en ese instante, quedó totalmente limpio y volvió a sentir sus
piernas de nuevo. Se levantó para entregárselo a su madre sin darse cuenta de
que ya no necesitaba las muletas. El niño del amor le había curado.
Los reyes magos estuvieron varios días
visitando a Jesús, a María y a José, les llevaron los regalos y con pena
tuvieron que dejarlos: sus caravanas debían regresar a sus países.
Una noche, mientras cenaban bajo un cielo totalmente
estrellado, Melchor les comentó a los otros magos:
—Verdaderamente ese niño es todo amor, va a revolucionar al
mundo. Yo antes de conocerle era muy
egoísta, nunca hubiese reparado en que había un mendigo a mi lado si él no me
hubiese mirado. Me ha curado por fuera pero lo más importante aún, me ha curado
también por dentro.
Gaspar y Baltasar habían sentido algo parecido dentro de ellos.
El viaje había merecido la pena.
4 comentarios:
Me encanta este rey con problemas tan poco regios. Como siempre un lenguage muy cercano y la facilidad para combinar la magia con lo cotidiano
¿Quién eres? Tu comentario me ha gustado mucho.
Gracias por entrar en mi blog. Feliz Navidad.
El viaje mereció la pena sin duda.
Muy bonito Conchita.
Un abrazo muy fuerte
Gracias Marisa. Los viajes de sus Majestades los Reyes Magos siempre nos enseñan el valor del amor. Un beso muy fuerte.
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