¡Qué cabeza la mía! A estas alturas y se me había olvidado subir el primer capítulo de Paloma y el corzo blanco para que todo el que quiera acercarse a esta historia pueda empezar a hacerse una idea de lo interesante que es. Más vale tarde que nunca, así que ahí está el primer capítulo. Espero que os guste.
Capítulo I, 6º de primaria sale de excursión.
El despertador sonó un poco antes de lo acostumbrado.
Paloma sacó la mano de debajo de las sábanas y lo apagó
de mala gana. Notó el ambiente helado que había en su
habitación y estuvo durante unos minutos desperezándose. Esa noche no había dormido muy bien; las salidas,
aunque fueran cortas como esta, la ponían nerviosa.
«De todas formas, siempre será más divertido que tener clase de matemáticas o de inglés». Ese pensamiento
la animó. Por fin se decidió, saltó de la cama y se vistió
con la ropa adecuada para soportar el frío del lugar que
iban a visitar. Desayunó y empezó a sentirse mejor.
Milagrosamente, su actitud cambió ante la excursión
a la Casona y al Pabellón de Caza del duque de Cerro Blanco, en los alrededores de Segovia. Ese antiguo
edificio había sido su lugar de recreo mientras el primer duque vivió, pero el duque actual lo había restaurado y cedido para que lo visitasen tanto turistas como colegios. Por otro lado, los alrededores eran tan bonitos
que se podían dar paseos y, si se tenía algo de suerte, observar a los animales que vivían por allí en libertad. Sin
embargo, cuando recordó que después visitarían una
zona del pabellón dedicada a exhibir las piezas que el
primer duque había cazado durante sus excursiones por
los bosques segovianos, se volvió a poner de mal humor.
Salió de su casa enfundada en un anorak rojo y con
un gorro de lana calado hasta los ojos. Madrid, en invierno, no era precisamente una sauna y a las ocho de la
mañana, menos. Empezó a tararear una canción mientras se dirigía al colegio y se le contagió el optimismo de
la melodía que estaba entonando.
El autocar los recogió puntualmente, como siempre
pasaba cuando el chófer era Paco. Él era como de la
casa. Los había acompañado en infinidad de visitas desde que eran pequeños.
—Paco, llevará las cadenas, ¿verdad? —le preguntaron las profesoras.
El viaje a la sierra de Segovia requería que se tomasen
todas las precauciones posibles. Podían encontrarse con
una nevada o con hielo en la carretera.
—Cadenas, faros antiniebla y un termo con café calentito que me ha preparado la parienta —contestó el
chófer con sorna.
—De acuerdo, Paco, no queremos sorpresas. ¿Estáis
preparados, chicos? —Hace rato, seño —contestaron los chavales’ impacientes.
Por fin, el autobús arrancó y los chicos empezaron
a pedir a Paco que les pusiera música. Todos corearon
las melodías que estaban de moda y que sonaron en el
equipo de música del autobús.
Las profesoras y el chófer aguantaron estoicamente
una hora de auténtico griterío.
—No me explico por qué tienen que cantar chillando. Mira, ya hemos llegado —dijo Charo al divisar, a lo
lejos, la Casona.
El gran edificio era de granito, de líneas sencillas y
elegantes, y estaba situado en medio del bosque. La
construcción resultaba impactante aun para chicos que
todavía estaban en edad de jugar y que costaba que
atendieran a cuestiones relacionadas con la historia y
el arte. Días antes de salir, las profesoras ya les habían
informado de algunos datos referentes al lugar. Marga
les había explicado que la Casona había sido encargada
por la esposa del primer duque de Cerroblanco y les
comentó que este señor había sido muy aficionado a la
caza; por eso, allí había unas salas que albergaban una
gran cantidad de animales disecados, que verían después de que les enseñaran las dependencias del edificio.
Añadió que el duque tenía otros palacios repartidos por
España; su fortuna era inmensa.
El autocar escolar se paró delante de la puerta principal, en un lugar adaptado para autobuses grandes.
—¡Por favor!, antes de bajar, recordad todas las cosas que os hemos dicho. Portaos como adultos, aunque
todavía no lo seáis —les rogó Charo.
Cuando el coche abrió las puertas, todos los chicos se
arremolinaron ante las escalerillas y se apearon, como
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Conchita Bayonas
era habitual en ellos, con gran algarabía. De nada había
servido que las profesoras les hubieran dicho que no debían alborotar, se les olvidó tan pronto como pusieron
los pies en el suelo.
—No dejéis nada en el coche, que luego, cuando estemos dentro, no podremos volver —les recordó Marga.
Se habían abrigado hasta los ojos: bufandas, gorros
y guantes. Las temperaturas de los alrededores eran gélidas. Frente al gran edificio, se divisaba la silueta de
una alineación montañosa que, en esas fechas, estaba
cubierta de nieve. Nada más bajar, una de las niñas dijo:
—¡Mirad, la Mujer Muerta! ¿Por qué se llama así,
profe?
—Si os fijáis, parece una mujer acostada con los brazos cruzados y un velo por la cara —contestó Marga.
—¡Es verdad! —exclamaron las niñas—, se ve perfectamente la silueta de una mujer tumbada.
—Cuenta la leyenda que esa mujer fue la dama de un
caballero que, al partir para las Cruzadas, le prometió
amarla siempre. Él nunca volvió, no se sabe si la olvidó
o si realmente falleció en la guerra. La dama no lo pudo
soportar y murió de dolor.
A los chicos, esas tonterías de la Mujer Muerta no les
interesaban en absoluto, por lo que se habían desperdigado para hacer un reconocimiento del terreno. De
repente, alguien del grupo gritó:
—¡Ciervos! Como es natural, todos salieron corriendo, haciendo
caso omiso de las llamadas de sus profesoras y se acercaron a la valla de piedra, que separaba el edificio del
bosque que lo rodeaba. A lo lejos, se veían toda clase de
cérvidos, y esto hizo que el alboroto fuera aún mayor.
—Mira, Pili, allí se ven dos corzos, ¿tú sabes que los
corzos ladran?
—Sí, hombre, van a ladrar como si fueran perros.
Seño, Jesús dice que los corzos ladran como los perros.
—Pues es verdad, Pili. El sonido que hacen es similar
a los ladridos; pero, venga, vamos a entrar que la guía
nos está esperando.
Todo el grupo se dirigió a la entrada para empezar
la visita; todos, menos Paloma. Para ella, la naturaleza
era la mejor obra de arte que le podían mostrar. La gran
cantidad de encinas, robles y chopos formaban un bosque precioso y, además, estaban los ciervos y los corzos.
Contemplar aquello era más interesante que todas las
riquezas que pudieran tener cien casas señoriales con
sus marqueses o duques incluidos. Se quedó entusiasmada mirando a los animales, pero le pareció divisar
algo extraño a lo lejos, detrás de unos chopos:
—¡No puede ser! —exclamó—, parece una oveja.
Se acercó un poco más para asegurarse de lo que
veía, cuando se dio cuenta de que el animal, que estaba
mordisqueando las hojas de una encina, era en realidad
un corzo blanco. —¡Qué extraño, no sabía que hubiese corzos de ese
color!
Paloma estaba tan entusiasmada con su descubrimiento que no se dio cuenta de que el grupo de sus compañeros había entrado ya en el edificio.
Saltó la valla de piedra, aunque sabía que iba a hacer
una cosa que no estaba bien, y empezó a acercarse al
simpático animal con mucho cuidado. Caminaba prácticamente de puntillas para que el corzo no se asustara
del ruido que sus pies hacían al pisar la hojarasca, pero
cuál fue su sorpresa cuando, en lugar de huir, se acercó
a ella dando pequeños saltos. ¡Qué gracioso le pareció!
Al llegar a su lado, la topó suavemente con el hocico y
se dejó acariciar.
—¡Qué bonito eres! —dijo pasándole suavemente la
mano por la cabeza. Su cabecita era pequeña y estaba
cubierta de pelo blanco, como el resto del cuerpo. Dos
orejas puntiagudas y dos cuernecillos no muy grandes le
daban un aspecto de gran viveza. Su pelo era más suave
de lo que ella había pensado y sus ojos redondos y negros brillaban y contrastaban con el blanco de su cuerpo. El corzo la miró y, al instante, la invadió la misma
sensación que había experimentado anteriormente con
otro animal: ¡se estaban comunicando!
—Oh, no, ¡otra vez no!
No quería creer que le estaba sucediendo de nuevo.
Paloma podía leer sus pensamientos. Esa situación ya la había vivido antes, pero aún no
se había acostumbrado al hecho de entenderse con los
animales, ¡le entró pánico! En ese momento, le hubiese
gustado ser una chica corriente, sin poderes extrasensoriales ni nada por el estilo; la percepción de que estaba
sucediendo algo anormal le produjo desasosiego y miedo.
Recordó la primera vez que sintió algo parecido: fue un
día en que había ido con sus padres a Navacerrada. Estaban dando un paseo por el bosque cuando se encontraron un cárabo herido. Lo recogieron con mucho cuidado
y lo llevaron rápidamente a un centro de recuperación
de animales. Al despedirse, ocurrió algo que inquietó a
Paloma, ¡sintió el agradecimiento del ave rapaz!
—¿Papá, has notado lo que yo?
—¿El qué? —le preguntó su padre.
—¡El cárabo se ha dirigido a nosotros!, ¡nos ha hablado!, ¡nos ha dado las gracias!
Su padre la miró con preocupación y le dijo:
—Paloma, tenemos que hablar.
Fernando se llevó a su hija hacia un banco de madera
que había en la puerta del centro de acogida de animales
y allí se sentaron.
—Yo también he sentido lo mismo que tú. Nunca te
he hablado de ello porque tenía la esperanza de que no
tuvieras que pasar por esto, pero parece que has heredado la misma facultad que yo heredé de mi padre, y él,
del suyo. —¡No me digas que siempre puedes notar los pensamientos de los animales!
—No siempre, casi nunca, pero, a veces, me ocurre.
—Pero, ¿cómo es posible?
—Ten paciencia que te lo voy a explicar: ya sabes que
tu tatarabuelo era científico y trabajaba en el laboratorio estudiando las neuronas.
—Sí, me dijiste una vez que abandonó sus experimentos porque se puso enfermo y que, al final, fue otro
científico el que siguió trabajando en ese proyecto.
—Bien, pues antes de abandonar las investigaciones,
mi bisabuelo se ofreció para probar un aparato que habían inventado en el laboratorio donde trabajaba; era
un casco con electrodos que, conectados a ciertos puntos del cerebro, aumentaban las magnitudes de energía
producidas por este, de manera que podía transferir
pensamientos o recibirlos. Pues bien, después de probarlo durante varios días empezó a escuchar ruidos: oía
a la vez muchísimas conversaciones y también los pensamientos de las personas que estaban en la habitación,
como si los estuvieran diciendo en voz alta. Estuvo a
punto de volverse loco. Por fin, un día se le pasó casi
todo el efecto del fantástico invento. Sin embargo, las
ondas emitidas por ese aparato aumentaron la energía de su cerebro sin saber por qué y, a partir de aquel
momento, empezó a entender la forma de comunicarse
de algunos animales. ¡Imagínate el susto que se llevó! Cuando se recuperó, dejó ese trabajo y permaneció recluido en su biblioteca leyendo. Ese poder se lo transmitió genéticamente a sus descendientes: primero a su hijo,
este al suyo, y así hasta llegar a ti. Esto siempre ha sido
un secreto entre nosotros.
—Papá, ¡pero es estupendo! ¡Poder hablar con los
animales!, ¡con lo que a mí me gustan! Podríamos ayudar a muchos de ellos...
—Sí, pero es mejor que nadie conozca esa facultad
tuya. Si lo comentas con alguna amiga, no te va a creer
y, encima, pensará que eres una mentirosa o que estás
chiflada.
Paloma se dio cuenta de que su padre tenía razón.
Se quedó asimilando todo lo que le había contado, y
los dos guardaron su secreto. Nunca lo comentaron con
nadie, ni siquiera con su madre.
En el bosque, la niña sintió que algo pasaba entre los
dos; se había establecido una corriente que hacía que
entendiese todo lo que el pequeño animal quería decirle:
—Por favor, sígueme.
Paloma miró a los lados por si había alguien en los
alrededores, pero comprobó que estaban solos. La volvió a invadir un miedo tremendo y un escalofrío le recorrió el cuerpo; sin embargo, cuando le miró a los ojos, se
convenció de que ese pequeño animal no podía hacerle
daño. Tuvo unos momentos de indecisión, pero fue tras
él cuando este se adentró en el bosque. —¡No corras tanto, no puedo seguirte! —decía Paloma a su amigo, mientras intentaba alcanzarle arañándose con las ramas de todos los arbustos con los que
tropezaba. Por fin, llegaron a un claro rodeado de encinas, robles y chopos. El lugar era muy frío, pues en la
espesura no entraba prácticamente la luz del sol. En el
centro del claro había un gran tronco caído alrededor
del cual estaban reunidos en asamblea todos los animales. Siempre lo hacían cuando presentían peligro. Había
gamos, nutrias, garduñas, gavilanes y hasta algún jabalí. Estaban esperando que el viejo corzo albino hablara
con Paloma. Ella seguía muy asustada. No era normal
lo que le estaba sucediendo en esos momentos. Su amigo, el pequeño corzo, le dijo:
—Mi abuelo me pidió que te buscase; no nos hemos
encontrado por casualidad. Sabíamos que ibas a venir.
Nos lo había dicho nuestro amigo común, el cárabo.
Este, que estaba en la rama de un roble, la saludó
guiñándole uno de sus grandes ojos. Paloma se le quedó
mirando y lo reconoció.
Se sentó sobre el tronco, necesitaba descansar después de tantas emociones. Su corazón latía sin cesar, no
estaba preparado para sensaciones tan fuertes. En ese
momento, el viejo corzo empezó a hablar:
2 comentarios:
¿Te parece bonito dejarnos con la curiosidad de un niño esperando escuchar lo que dijo el viejo corzo?
Quedamos a la espera.
Hola Macondo, gracias por entrar. ¿Para qué crees que he subido el primer capítulo de mi libro? Para que os pique la curiosidad.
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