Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

sábado, 5 de marzo de 2011

El susto de Pinocho 2º y 3er ciclo


El susto de Pinocho

En el taller de Vicent, el maestro fallero, se estaban dando los últimos toques a la falla infantil. El taller estaba situado en una gran nave para poder levantar una grúa a una altura respetable en caso de que la Falla lo requiriese.

El tema de este año eran los cuentos infantiles, y los pequeños ninots que representaban a los personajes de los mismos eran muy variados. Se  podía ver a Caperucita y al lobo, a Peter Pan y al Capitán Garfio, a Cenicienta, al príncipe, a la madrastra y a las hermanastras, a Mickey Mouse, a la Sirenita, al pececito Nemo, a la Ratita presumida y a un sinfín de protagonistas que habían hecho durante muchos años las delicias de los niños de medio mundo.

El maestro fallero estaba terminando el ninot que representaba a Pinocho. Estaba muy orgulloso de lo bonito que le había quedado:

“¡Parece que tiene vida!”, —pensó sin querer ofender a los otros. Para él todos eran como hijos. En ese momento  sintió lo mismo que  Geppeto cuando, al construir a Pinocho y mirarlo detenidamente, pidió que el muñeco de madera se convirtiera en un niño de verdad.

—¡Cosas de cuentos!  —dijo para sus adentros. Siguió trabajando, sin darle importancia a los pensamientos que a veces  se le pasaban por la cabeza. De sobra sabía él que toda su obra iba a ser devorada por el fuego, y nada ni nadie podría arreglarlo.

Por fin dio por concluido su trabajo. Ahora tenía que esperar a que la colocasen en la calle y que pasara un jurado para ver si le daban algún premio. Si lo conseguía, tenía asegurado el trabajo para las fallas del próximo año.

Cuando apagó las luces del taller, Vicent se fue a su casa a dormir y soñó que el hada  miró a Pinocho y lo vio tan perfecto que lo convirtió en un niño de verdad.

 Se despertó sudando, se levantó  y, aunque todavía no había amanecido, fue a ver cómo estaban sus ninots.

El silencio reinaba en la gran nave. Nadie había entrado, todo estaba como él lo había dejado. Había sido una pesadilla. Era natural, todos los años le pasaba lo mismo en estas fechas. La tensión de la Plantá y el reparto de premios le sacaban de sus casillas. Cerró la puerta y se marchó a su casa.

—¡Mañana será otro día! —exclamó.

Al escuchar el portazo, el hada del cuento se bajó de la falla. Se había colocado en la parte de atrás de la misma como si se tratase de un ninot  más cuando oyó entrar a Vicent.

“¡Menos mal que  no se ha dado cuenta, sino buena se habría armado” —pensó.

Buscó a su alrededor y, al ver a Pinocho al lado de Pepito Grillo convertido otra vez en   un muñeco de madera, se le llenaron los ojos de lágrimas y…no lo pudo remediar. Le tocó la cabeza con la varita  y Pinocho empezó a respirar, a ver, a escuchar y a sentir dentro de su cuerpo de pasta de papel. Una ola de sensaciones  lo iban invadiendo de una forma arrolladora, siendo muy difícil para él poder controlarlas. Sin embargo, comprobó que no se podía levantar ni mover  ni tan siquiera hablar. Cuando el hada se dio cuenta de lo que le ocurría le abrazó y le dijo:

—Lo siento Pinocho, esta vez el prodigio está incompleto,  ahora soy más vieja y ya no tengo tanto poder. Solo te he devuelto el alma pero ya no puedo hacer que te muevas ni que vayas por ahí como cualquier niño de tu edad. El poder de las hadas se va perdiendo con la edad, sin embargo no lo he podido resistir, he recordado cuando tu padre me pidió que realizase un milagro contigo y lo he intentado de nuevo.

“De todas maneras, gracias por  darme un poco de vida” —pensó Pinocho.

El hada le entendió y le sonrió. Le volvió a besar en la frente y desapareció. A Pinocho le daba igual que la magia de su hada buena hubiera disminuido; él quería ver y sentir todo aquello de las fallas. Le había cogido cariño a Vicent y quería entender por qué se emocionaba tanto cuando las estaba construyendo.

Llegó el día de la plantá y Vicent empezó a preparar todos los elementos de su falla para llevárselos a su ubicación definitiva. Por un lado puso los ninots en una furgoneta bien colocados para que no se rompiese ninguno y, por otro, en una camioneta, la plataforma en donde iban a estar situados definitivamente.

Estuvieron callejeando durante un rato. Las calles de Valencia estaban animadísimas. Pinocho iba en la parte de arriba de la furgoneta y miraba con admiración todo lo que ocurría a su alrededor. Vio un edificio que le parecía el esqueleto de una gran ballena; ¡le recorrió un escalofrío por su pequeño cuerpo! Recordó   lo que vivió con su padre en el interior del estómago de un animal parecido. A continuación, vieron otro que parecía un casco gigante. ¡Qué edificaciones tan artísticas! ¡Cómo le gustaba esa ciudad!

Llegaron al sitio indicado y los depositaron en el suelo. Se formó una gran algarabía a su alrededor.  Los falleros se acercaron por allí y, siguiendo las órdenes del maestro, dejaron todo terminado.

Vicent miró su obra orgulloso y dijo:

—¡Este año hemos hecho una gran falla! ¡Seguro que nos llevamos un premio! —exclamó.

 “      ¡Madre mía, un premio, qué emocionante es todo esto!” —pensó Pinocho.

Mientras, se fueron formando grupos de personas. Charlaban y charlaban y Pinocho disfrutaba viendo la animación y los comentarios que los ninots provocaban. Pinocho era feliz.

Delante de él pasaban sin cesar distintos personajes que Pinocho observaba como si la falla estuviese fuera y las personas fuesen los ninots en vez de lo contrario.

La gente no tenía ganas de irse a dormir, pero se hizo de noche y  todo se tranquilizó. Se fueron marchando a sus casas y él pudo descansar.

Al día siguiente observó otra vez un gran alboroto, era la Junta Central Fallera que venía a otorgar los premios. Efectivamente les gustó mucho la falla y  Vicent obtuvo el 2º premio. ¡Todos estaban muy contentos!

Durante unos días Pinocho tuvo la sensación de estar ante un escaparate. Delante de él se realizaban montones de actividades para los niños.

Todas las mañanas, la despertá;  por las tardes hacían chocolatás con buñuelos de calabaza:

—¡Tienen que estar buenísimos! —decía Pinocho,  viendo a la gente que se relamía de gusto cuando los comían.

—¡Que divertidas son las Fallas! —no paraba de repetir. De vez en cuando  oía hablar de la Cremá, pero él estaba tranquilo, no  sabía lo que eso significaba.

—¡Llegó la noche señalada! —oyó decir al maestro Vicent. Había más animación que de costumbre alrededor suyo.

—Ya es la hora ¿Cuánto tiempo le queda por venir al pirotécnico?  —preguntó un hombre muy serio.

—No creo que le falte mucho. Vamos a ir colocando la pólvora para ir adelantando.

Dicho esto, empezaron a preparar alrededor de los ninots unos paquetitos liados en papel y atados unos a otros por una mecha. La gente que los vio empezó a aplaudir y los niños que estaban por allí cerca decían:

—¡Bravo, bravo, la traca, están poniendo la traca!

Pinocho oía todo esto sin entender lo que era una traca, ni lo que iba a ocurrir a continuación. Desde su sitio miraba todo lo que le rodeaba con mucho interés.

 “¡Anda, ha venido el maestro fallero! ¡Hola Vicent!” — pensó muy contento.  

Vicent hablada animadamente con algunas personas que estaban a su alrededor

—¡Qué pena que todo esto se queme! —comentaban las falleras.

-Es verdad, si por mí fuera no quemaría ningún ninot —dijo la fallera infantil.

—¿¡Eh!? ¿¡ Qué es lo que han dicho!? Me  ha parecido oír que toda la falla se va a quemar . ¿¡Cómo es posible!?  ¡Voy a arder como si fuera un trozo de leña echado a una chimenea! ¡No puede ser, no quiero que me quemen!  “Maestro ¡tú no puedes consentir que tu obra se convierta en cenizas” —pensaba dirigiéndose a Vicent.  Y estos ninots que están aquí a mi lado, tan tranquilos... Vaya una faena que me ha hecho el hada buena. ¡Si al menos pudiera salir corriendo! pero no puedo mover las piernas, solo puedo sentir. ¡Es terrible!

Pinocho empezó a sufrir como nunca lo había hecho. Había vivido numerosos peligros durante su vida anterior, pero ninguno le pareció tan grande como el  que le acechaba en ese momento. Sin saber cómo, Pinocho empezó a llorar silenciosamente. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas como si algunas gotas de lluvia le hubiesen caído desde el cielo.

Amparito, la  fallera  mayor infantil, estaba observando a todos los ninots y al ver lo que estaba ocurriendo con Pinocho, dijo:

—Papá ese ninot está tan bien hecho que parece que está llorando, ¡no quiero que lo quemen!

—Ya sabes que a la fallera mayor infantil le dejan que elija algún ninot de recuerdo. Puedes indultar a Pinocho y quedártelo si es que te gusta tanto.

Pinocho al oír eso se tranquilizó un poco, pero solo un poco. De sobra sabía que los niños cambian de parecer en un segundo. Seguía tan nervioso que no paraba de llorar. Los niños que estaban a su alrededor decían:

—¡Mirad, mirad! ¡Pinocho parece que está llorando de verdad!

Su amiga Amparito decía:

—¡Papá, papá, está llorando! Solo ella y los demás niños, se habían dado cuenta del sufrimiento de Pinocho.

Por fin apareció un grupo de falleros y falleras acompañados de una banda de música organizando un gran alboroto y se colocaron alrededor de la falla. El presidente de la misma dijo a Amparito:

-Ya sabes que te puedes quedar con un ninot. ¿Cuál te gusta? ¿Quieres a Caperucita, a Cenicienta…? Cualquiera de las dos, son preciosas.

Pinocho empezó a sudar. ¡Tenía mucho miedo! ¿Y si no se decidía por él?

Pinocho gritaba sin voz:

—Elígeme a mí, elígeme a mí. Pero ella no le oía.

La niña de quedó observando a todos los ninots y por fin dijo:

—No, ¡quiero a Pinocho y a Pepito Grillo!

A Pinocho le dio un vuelco el corazón. Se sintió elevado por los aires y una voz dijo:

—Amparito, toma tu Pinocho.

Todo el mundo aplaudió. Lo depositaron en sus brazos y él se sintió como en el paraíso. Lo que vino a continuación no le interesó para nada a nuestro protagonista, ni los fuegos artificiales, ni las tracas, ni los bomberos, ni las bandas de música ni el fuego. El susto que se había llevado le había agotado tanto, que pasado el peligro, le fue entrando un gran sopor.

“¡Qué sueño tengo!” —pensó.

Una sensación de mareo le fue invadiendo hasta que  entró en  un profundo letargo y  se quedó totalmente dormido. El hechizo del hada estaba desapareciendo y Pinocho volvía a ser un muñeco de verdad.

 

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martes, 1 de marzo de 2011

Puitas y sus amigos se mudan 1er y 2º ciclo







Puitas y sus amigos, se mudan

Un ruido infernal despertó a toda la urbanización, el huerto de naranjos, limoneros y palmeras que tenían delante se iba a convertir en un edificio de apartamentos de lujo para personas de la tercera edad.

Las excavadoras entraron arroyando toda la vegetación y arrancaron todo tipo de árboles sin ninguna piedad. Los limoneros y naranjos eran arrojados a un contenedor por las máquinas excavadoras, como si de basura se tratase. Los vecinos se habían reunido con el alcalde y este les había confirmado que la construcción era legal y que no había ningún motivo para detenerla.

Paloma enseguida pensó en los erizos. Ella los había visto muchas veces cuando paseaba a su perra, Duna, por el huerto. Algunas noches los encontraba   cuando intentaban cruzar la carretera. Inmediatamente, se hacían una pequeña bola de púas y esperaban a que pasaran los coches o a que ella desapareciera con el perro.

Puítas, el erizo, también se sobresaltó con el ruido y el temblor de la tierra. ¡Se sintió acorralado! No sabía qué hacer. Era de día y él solo salía por la noche. Se hizo una bola, como de costumbre, creyendo que así estaría más protegido y esperó. Esta vez tuvo suerte. Las excavadoras empezaron a mover la tierra de la zona sur del huerto. Todavía tenía esperanzas de  ponerse a salvo durante la noche.

Pensó en todos los  compañeros que vivían cerca de él. Los erizos, viven solos y solo se juntan en la época del celo, pero, a veces,  se encontraba a alguno paseando. Verdaderamente estaba muy preocupado por ellos.


La solución era alcanzar el monte; muchas noches había cruzado la carretera y había llegado hasta allí. Sin embargo, siempre se volvía a su madriguera, bien calentita y protegida por una gran capa de hojas secas. Además, en el huerto había más comida, muchos insectos, pequeñas lagartijas y algunos frutos que  caían de los árboles.

Paloma, en su casa, no dejaba de pensar en la suerte de  los erizos. Estaba acostumbrada a verlos con esos ojitos tan redondos y brillantes y ese hociquito alargado que les hacía tan graciosos. Pensó que la única solución que había era  capturar a la mayor parte de ellos antes de que las máquinas los aplastasen a todos. Habló con su hermano  y los dos prepararon un plan para llevar a cabo.

Hacía rato que no se escuchaba ningún ruido, y la tierra había dejado de temblar. Puitas se estiró y pensó que el peligro grande había pasado; era el momento de emprender la marcha hacía un lugar seguro en el monte.

En el cielo, una luna redonda le iluminaba el camino, pero este hecho representaba un peligro para él, podía ser visto por  los hombres y los perros.

Siempre que salía tenía que sortear muchos obstáculos y esa noche no sería diferente. Ya estaba acostumbrado al peligro.

Escuchó voces y los ladridos de un perro.


—“Ya empezamos” —pensó—. “Tengo que andarme con cuidado”.

En la obra habían contratado un guarda con un gran perro para disuadir a los ladrones. Eso a nuestro amigo le podía salir caro. Empezó a caminar pegado a la valla que esa misma mañana habían levantado alrededor del huerto. La sombra de esta lo protegía. El perro lo vio y echó a correr hacia él acercándose peligrosamente. Lo tenía tan cerca que las babas del chucho le mojaron el lomo. Pensó que había llegado su hora. Sacó fuerzas de donde pudo y, temblando, se acurrucó estirando   todas sus púas para disuadirle. Tenía las fauces del perro tan cerca que el aliento del animal le movía los   pelillos blancos de la cara. Sin embargo, se oyó un fuerte silbido.

—¡Vamos Braco, tenemos que hacer la ronda! —dijo el guarda con una voz atronadora. Braco, como un buen perro, hizo caso a su dueño y se apartó de Puitas.

 ¡Este no podía creerse   que todavía estuviera vivo! Decidió que era el momento de seguir la marcha. Él andaba despacio y si no se daba prisa enseguida amanecería, y llegarían los hombres, las máquinas y todos los sonidos aterradores que lo hacían temblar. Oyó algo parecido a un gruñido o maullido de un gato. Ese ruidito le era familiar; se volvió y comprobó que cinco   erizos más estaban intentando, como él, ponerse a salvo.

—Creíamos que no lo contabas. Menudo perrazo —le dijo el mayor de ellos.

—No lo he pasado bien, pero ahora hay que intentar salir de aquí lo antes posible.

Siguieron todos a Puitas en fila y por fin llegaron a la orilla de la carretera. Puitas miró a la derecha y a la izquierda y no se veía ningún coche.

—Es el momento de cruzar —dijo a sus amigos.

         La última parte de su viaje era una carretera muy ancha que   tenían que atravesar.  ¡Tardarían un rato!


Los faros de un coche iluminaron todo el asfalto. Los erizos se pararon en seco y se quedaron petrificados. Temblando se hicieron una bola y esperaron a que el coche pasara sin atropellarlos. El coche se fue acercando poco a poco hasta que   paró. Paloma y su hermano bajaron de él   con una gran cesta:

—Rápido Paloma, ponte los guantes.

En pocos segundos, cogieron a los erizos y con cuidado los metieron en una cesta de mimbre a la que le habían puesto en el fondo un cojín para que no se dañaran las patitas.

—José Miguel, vamos rápido a soltarlos en el monte —dijo Paloma.

Los dos hermanos anduvieron unos minutos con su preciada carga, hasta que llegaron al sitio adecuado. Allí depositaron con cuidado la cesta en el suelo y la abrieron para que los animalitos salieran. Se apartaron para que no los vieran. Al poco rato salió el primer erizo, luego fueron apareciendo tímidamente los demás. ¡Estaban salvados!


Los dos hermanos volvieron dos noches más y pudieron llevarse del huerto a toda la colonia de erizos que  vivían allí. Desde entonces, cuando paseaban por el monte, Paloma y José Miguel siempre se preguntaban en dónde estarían sus amigos. Ellos por su parte, estaban felices porque habían conseguido salvarlos.

 






Los mundos de Radina 3er ciclo


Los mundos de Radina

 

Radina era muy pequeña, pero con solo cuatro años se daba cuenta de todo. Durante unos días había notado mucho jaleo a su alrededor; en casa no paraban de preparar bultos y maletas.

Lo que más le extraño fue que tuvo que dejar su guardería. Oyó decir a su madre que iba a ir a otra distinta, en una ciudad diferente. Su seño, cuando se despidió de ella, lloró:

—¡No nos olvides, Radina!  La pequeña era una niña tan cariñosa, que todo el mundo la quería.

 Por fin, llegó el día tan temido por sus padres. Cogieron las maletas y el tren en la estación de su pueblo y se bajaron en la de sus abuelos. Solo se apearon ella, su mamá y su perra, porque su padre siguió  viaje hacia otro país, a Italia. Quería probar suerte. Necesitaba encontrar un trabajo para poder vivir. La niña vio con desolación como se marchaba asomado a la ventanilla. ¿Cómo iba a vivir sin su papá? Le  mandó un beso desde el andén y levantó  su manita hacia él:

—Papá ¡No quiero que te vayas lejos!

María y Radina se quedaron desoladas mientras el tren se alejaba. ¿Cuándo volverían a estar juntos? Sus abuelos echaron a correr hacia ellas al verlas. Se dieron un gran abrazo, le secaron las lágrimas a la niña con mucho cuidado y su abuela cariñosamente le dijo:

—No llores Radina, ya verás como papá vuelve pronto.

Poco a poco, se le fue pasando el disgusto. Cogieron el equipaje y se encaminaron a su nuevo hogar. En casa de sus abuelos  le habían preparado una habitación muy acogedora. Cuando llegaron pusieron toda su ropa en un armario. Además, tenía una colcha rosa de Pocahontas que le habían comprado. ¡Querían que se encontrase a gusto!

Una mañana, Radina se sintió muy extraña. No fue su madre la que se acercó a despertarla y a darle los buenos días sino que fue su abuela la que la levantó, le dio el desayuno y la llevó al colegio. Recordaba vagamente que su mamá había venido a darle un beso de despedida muy temprano y ella le suplicó entre sueños:

—¡Mamá, por favor, llévame contigo, no me dejes!

A María se le saltaron las lágrimas al oírla. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no sollozar. No quería despertar a los abuelos. Se marchó en silencio con el corazón roto:

—¿Cuándo podré volver a verla otra vez?  

 María dejaba Bulgaria para buscar trabajo en otro lugar. Iba a España, a Murcia, una ciudad que no conocía, pero en la que confiaba encontrar un medio de vida para ella y su familia. Después se reuniría con su marido y más tarde volverían a por Radina. A partir de ese día fue su abuela la cuidó de ella.

Al principio, se acordaba mucho de sus padres. Por la noche  se despertaba llorando preguntando que cuándo volverían. Sus abuelos siempre le contestaban lo mismo:

—Pronto, cariño, pronto.

 En su nueva casa había muchos animales: perros, gallinas y patos. A Radina le gustaba mucho jugar con ellos porque le servían de compañía, pero a quien más quería de todos era a su perra Tara. En la guardería, Radina era la más pequeñita de todas, por eso la profesora siempre la coloca delante.

 Un día, su padre regresó a Bulgaria para renovarse unos papeles y ella le dijo:

—¡Por favor papá, ven a por mí al colegio! Quiero que te vean mis amigas. Ellas dicen que no tengo padres y que por eso siempre viene a recogerme la abuela.

Su padre fue a buscarla y ella estaba muy contenta de poder enseñárselo a todo el mundo .Se lo presentó a sus amigas para que vieran que  Radina decía la verdad.

El tiempo pasaba y, sin querer, se fue olvidando de las caras de sus papás. Cuando su mamá llamaba por teléfono para hablar con ella, no quería ponerse; le daba vergüenza. La abuela, al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, empezó a hablarle todos los días de ellos y a contarle muchas anécdotas que habían vivido juntos. Entonces, volvió a recordarlos.

Radina  se acostumbró al pequeño mundo que rodeaba la ciudad en donde ahora vivía. A veces, acompañaba a su abuelo al campo en el tractor y en invierno, cuando nevaba mucho, se divertía montando en un trineo tirado por su perra. Aunque se acordaba mucho de sus padres, ya no estaba tan triste porque se lo pasaba muy bien junto a sus abuelos.

Mientras, María en España, estaba decidida a traerse a su hija con ella. A veces en el trabajo recordaba a la pequeña y lloraba en silencio su ausencia. Habló con su jefa y las dos buscaron plaza para la niña en un colegio que había enfrente de la casa donde trabajaba. Era un sitio muy alegre. Tenía muchos jardines en los alrededores y un huerto con limoneros y palmeras muy altas. Estaba muy ilusionada y segura de que a Radina le gustaría. Por fin iban vivir otra vez juntos los tres.

Ya habían pasado dos veranos desde que llegó a España sin Radina y pensaron que era el momento de volver a Bulgaria a por ella. Su marido había llegado a España desde Italia y solo faltaba la niña para que la familia estuviese reunida.  Regresaban de vacaciones a su país. Lo tenían todo preparado para que ella pudiese vivir con ellos. María estaba contentísima. Soñaba con verla, ¡había sufrido tanto pensando en ella! Ya no se separaría más de su hija.

El viaje hacia Bulgaria fue muy pesado, pero casi no lo notaron. Mientras, la abuela de Radina, la estaba preparando para que los recibiera como debía hacerlo una buena hija: ¡con mucha alegría!

—¿Cómo es mi madre abuela? ¿Es rubia o morena? ¿Es alta o baja? Le preguntaba insistentemente; la niña estaba muy nerviosa ante esa visita tan deseada. En el momento en que llamaron a la puerta Radina se escondió. Le daba vergüenza… No quería salir a verlos. Desde el escondite en donde estaba, detrás de unas cortinas, le iban viniendo a la memoria sus caras, sus voces, sus besos. De repente, sin saber por qué, salió de su refugio y decidió acercarse. Sus padres al verla, la abrazaron ¡no se lo podían creer!, estaba muy cambiada, parecía otra niña.

Aquellas vacaciones fueron muy felices para todos. Salían todas las mañanas a la  bañarse a la playa y, por las tardes, a pasear por su ciudad.

A primeros de septiembre, antes de volver a España, celebraron el cumpleaños de Radina. Fue una fiesta rara, porque estaban alegres y tristes a la vez. Al día siguiente se marcharían y no se verían en mucho tiempo. Cuando llegó el momento de su partida, ella estaba muy nerviosa ante la perspectiva de un viaje tan largo y de una vida nueva. Otra vez empezaron las lágrimas. Esta vez, los que más lloraron fueron los abuelos, se habían acostumbrado a ella e iba a ser muy duro tenerla lejos.

—Mamá, seguro que hay niños que no tienen que separarse de sus abuelos o de sus padres de vez en cuando. Mis amigas viven siempre con ellos. ¿Por qué no puedo yo hacer lo mismo?

Al oírla, la abuela se acercó a ella, se secó los ojos con su pañuelo y abrazándola le dijo:

—No te preocupes por nosotros, cariño, dentro de poco nos acostumbraremos a estar otra vez solos. Tú eres la que tiene que aprovechar esta oportunidad que te ofrece la vida y sacar todo lo bueno que puedas de ella.

La niña no pareció entender muy bien lo que le había dicho, pero sabía que era algo bueno porque su abuela siempre le decía cosas agradables. Por eso, sonrió y la abrazó muy fuerte. Después, besó a su abuelo y se marcharon.

Comenzó el viaje en su destartalado coche rojo. Después de muchos kilómetros   llegaron a la frontera de Eslovenia:

—¿Por qué paramos mamá? —preguntó Radina sorprendida ante una mano abierta alzada que les impedía el paso.

—¡Calla, por favor! —le suplicó su madre con una voz temblorosa, en la que la niña reconoció el miedo.

Una señora policía les dijo de  malas maneras que no podían pasar. Necesitaban llevar quinientos euros por persona y solo tenían trescientos. En la cara de sus padres pudo ver desesperación y tristeza. No sabía por qué los trataban así. Ellos eran buenos, no tenía por qué gritarles.

—Mamá, es una guardia mala —dijo Radina

—Schssssssss —le replicó su madre asustada.

Radina empezó a preocuparse. Se daba cuenta de que estaban viviendo un momento delicado. Imaginaba que tenían que volver otra vez a Bulgaria, porque no les dejaban pasar y su coche era tan viejo que no aguantaría el viaje. Necesitaban más dinero. Sin más remedio, tuvieron que detenerse, llamaron a su familia para que les mandasen la cantidad necesaria y, durante tres días, durmieron a la intemperie al lado  de un río. La niña, libre de preocupaciones, se lo pasó estupendamente jugando y bañándose en él. Al cuarto día de espera pudieron continuar el viaje sin más percances. Después de muchos kilómetros llegaron a España.

 Radina se encontró un mundo distinto al que ella conocía y al que  tuvo que acostumbrarse poco a poco. Todo era diferente: su casa, su habitación, el idioma, las gentes, las tiendas. Abría mucho los ojos y veía con curiosidad como era la vida en una ciudad española.

 Llegó el día en que empezaban las clases, tan esperado y tan temido a la vez. Radina estaba muy nerviosa porque iba a ir a un colegio con profesoras y compañeros que nunca había visto y a las que no entendería, sin embargo, estaba contenta pues la llevaría su mamá hasta la puerta y luego la recogería también. El colegio era muy bonito y alegre; delante había un jardín con mucho césped, palmeras y limoneros. Como era costumbre en su país, el primer día de clase, Radina llevó un ramo de flores a su profesora y ella sorprendida agradeció mucho ese detalle. Al principio, iba muy ilusionada al cole sin darle mucha importancia a las dificultades con las que se encontraba, pero los problemas diarios  empezaron a hacer mella en su ánimo y llegó a desesperarse. No podía entenderse con sus compañeros, no comprendía las explicaciones de la profesora, las letras tenían dibujos diferentes, la comida del comedor era distinta a la que le ponían en Bulgaria  y,  a todo esto, se le unía el que se acordaba mucho de sus abuelos y de sus amigas búlgaras. Un día al salir del colegio, con lágrimas en  los ojos, le dijo  a su mamá:

—¡Este mundo no me gusta! me quiero volver a mi país.

Para María aquello fue lo peor que podía haberle dicho. Estaba desesperada. Por un momento pensó que habían hecho mal en traerse a la niña y que debían llevarla otra vez con sus abuelos, pero sus amigos le aconsejaron que tuviera paciencia y que esperase un poco:

—Los niños deben estar con sus padres.

Este consejo la tranquilizó y pensó que lo mejor sería esperar un poco, antes de tomar una decisión definitiva. Transcurrieron dos o tres meses y Radina se fue integrando en su nueva vida. Era como una esponja. Todo lo que oía lo absorbía y ya no lo olvidaba. Estaba aprendiendo muy rápido a hablar español: casi parecía una murcianica más ¡Hasta tenía acento! Cada día estaba más contenta de estar en España. No le importaba levantarse temprano, porque quería empezar bien el día y porque su madre la llevaba en  moto al colegio. Se ponía su casco, la abrazaba fuertemente de la cintura y las dos, como dos mujeres valientes, circulaban por la carretera comiéndose el mundo hasta llegar a su colegio. Pero lo que más le gustaba era recibir tarjetas, con su nombre escrito, en las que la invitaban a los cumpleaños de sus compañeras y también a las celebraciones de las primeras comuniones. ¡Esto sí que era diferente! Entonces era muy feliz. Lejos quedaban los días tan tristes en los que sus compañeras de la guardería se metían con ella porque decían que no tenía papás.

Sin embargo, muchas noches, en sueños veía otra tierra más lejana que siempre llevaba dentro y que salía a flote cuando estaba dormida: sus abuelos, su perra Tara, sus primos, sus amigos y su casa de Bulgaria. No lo olvidaba nunca porque todos los veranos a partir de ese año, ese mundo  se convertía en realidad.

En viajes sucesivos, cuando iban a su país de vacaciones, siempre al pasar por la frontera con Eslovenia se le encogía el estómago y recordaba con desagrado aquella mujer que les hizo pasar tan mal rato y que la asustó tanto.

Ahora Radina tiene dos mundos y es dichosa en cada uno de ellos: en España con sus padres se siente en su tierra: habla perfectamente el español, tiene amigas españolas y piensa y siente como ellas. También le ocurre lo mismo cuando vuelve a Bulgaria y recuerda su otra ciudad, el lugar donde nació y donde pasó sus primeros años de vida. Ahora no se siente extranjera en ningún sitio; en realidad esos dos mundos ya no están lejos el uno del otro; se han ido acercando y se han convertido en uno solo, como  dos gotas de lluvia que resbalan por un cristal y se unen en una sola. Radina, ahora, se siente ciudadana del mundo.

 Cuando ve en la televisión todo lo que sufren algunos niños en los campos de refugiados porque no los dejan salir de allí en busca de una vida mejor, pregunta a su madre:

—Mamá, si el mundo es de todos, ¿por qué los hombres ponen tantas fronteras y dificultades para pasar de un país a otro?

Como Radina, muchos emigrantes han sufrido estas experiencias en su infancia. Esperemos que estas vivencias les enseñen a tener en el futuro amplitud de miras y  más generosidad con otros niños como ellos, para que no se encuentren con tantas puertas cerradas. Deberán ser la llave de un mundo nuevo.

 
Ilustración:

Ha sido realizado por Álvaro Vivancos Cifuentes, de 6º curso de Primaria del CEIP LA CAÑADICA de Mazarrón. Su tutora María Dávila Raja ha trabajado con sus alumnos este cuento y el resultado ha sido este precioso dibujo. Muchas gracias a los dos.