Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

viernes, 19 de diciembre de 2014

El juanete de Melchor. Cuento navideño para todas las edades.









El juanete de Melchor

Los lamentos del rey se oían en todo el palacio. ¡A Melchor le había salido un juanete!

—¡Cómo es posible que me pase esto a mi edad! —decía quejándose a los médicos que le asistían...

—Majestad, a su edad es cuando salen los juanetes —le respondían—. La gente joven no los tiene.

—¡Ay! ¡Qué mala suerte! ¡Si tengo el dedo gordo como una berenjena! Estoy esperando una visita muy importante y no me pueden ver de esta forma. Mis invitados vienen desde muy lejos y me van a encontrar hecho un viejo achacoso.

El primer ministro le comentó:

—Majestad, viejo viejo, no está, pero ya tiene unos añitos.

Uno de los médicos que le atendía se atrevió a interrumpirle.

—¿Puedo recordarle humildemente que su majestad, además de rey, es mago? —dijo  muy bajito para que sus palabras no rebotasen en la berenjena real y le produjesen  más dolor aún.

—Majestad, usted mejor que nadie, puede curarse con su magia —le recordaron los otros médicos que estaban allí.

Él podía arreglar su problema si quisiera, pero en ese momento, lo que verdaderamente le preocupaba era que el palacio estuviera en condiciones para recibir a sus ilustres huéspedes.

Pensó que debía comprobar que todo estuviese preparado.

 Melchor   pidió   que   le trajeran un palanquín para recorrer su magnífico hogar. Tardaría varias horas en hacerlo y él no estaba para muchos trotes.  Dos criados muy fuertes lo colocaron con mucho cuidado y lo levantaron como si fuera una pluma.

—¿A dónde vamos Majestad? —preguntaron.

—Llevadme hasta la puerta del Respeto; por ese lugar entrarán mis huéspedes.

Mientras atravesaban el palacio, Melchor comprobaba que todo estuviese en orden.

—Hamed, ¿habéis limpiado las cúpulas doradas de las cuatro torres?

—Sí majestad. El oro que las cubre reluce como el sol —le contestó.

—Bien, bien. Mis invitados se merecen que todo esté perfecto. Ah, ¿y las fachadas? —volvió a preguntar.

—El mármol ha quedado más blanco que la leche que ordeñan vuestros cabreros —el rey se rió al escucharle.

Las criadas, ocupadas en la preparación de las habitaciones de los invitados, le saludaban al pasar. El rey Melchor quedó satisfecho.

El palanquín siguió durante un rato atravesando los jardines; los jardineros estaban muy ocupados. Hizo un gesto con la mano para que los porteadores parasen.

—-Palmerero, ¿cuántas palmeras habéis podado?

—Señor, ya llevamos más de quinientas, además hemos arreglado todo el seto que rodea el palacio y llevamos más de dos mil orquídeas y rododendros plantados alrededor de los veinte surtidores que refrescan el ambiente.

—¿Y el bosquecillo de olivos que hay al fondo del jardín?

—Hay una cuadrilla que está cortando las ramas viejas y  recogiendo todas las aceitunas que han caído al suelo.

El canto de los innumerables pájaros que anidaban en los árboles del jardín le hizo alzar la voz.

—Perfecto, perfecto, Mohamed.

En ese momento se oyó el sonar de las trompetas, siempre lo hacían cuando llegaban visitantes ilustres. Tenían que aligerar hasta llegar a la puerta del Respeto, no quería hacerles esperar,  pero las numerosas fuentes y acequias,  que producían continuamente un refrescante  murmullo de agua, les impedían moverse con rapidez.

Una caravana estaba esperando   a que le diesen paso para entrar a descansar del largo viaje. Dos imponentes camellos destacaban de los demás por la riqueza de las ropas de las personas que iban montadas sobre ellos.

¡Por fin llegó Melchor a la puerta! Descendió del palanquín sin que saliese un solo quejido de su boca y se dirigió a recibirles.

—¡Queridos amigos Gaspar y Baltasar! Sed bien venidos. Estaba impaciente esperando vuestra llegada.

La alegría del encuentro parecía que le había hecho olvidar su dolor.

—La impaciencia era nuestra, Melchor. El viaje ha sido largo pero, realmente lo merece. Durante las noches que hemos pasado en el desierto nos ha guiado la estrella que tanto hemos estudiado —dijo Baltasar lleno de optimismo—. Estamos seguros de que nos quiere indicar el lugar en donde va a ocurrir el nacimiento del rey de los judíos, como dice la profecía.

—Queremos salir cuanto antes. Cuando nuestros camellos descansen nos pondremos en camino   y tú, nos acompañarás como habíamos quedado, ¿no es así? —preguntó Gaspar al maltrecho Melchor.

—Sí, por supuesto, yo quiero ir con vosotros, pero mirad mi dedo, lo tengo como una berenjena —les comentó afligido, mientras les mostraba su pie hinchado.

—Eso no es nada, Gaspar tiene un remedio infalible. En cuanto te lo prepare se te quitará el dolor y podrás acompañarnos —le dijo Baltasar tratando de animarle.

A Melchor se le cambió la cara. A él no le gustaba usar su magia consigo mismo; la empleaba para beneficiar a otras personas.

Esa noche después de descansar y cenar, Gaspar le untó el pie con una pomada y luego se lo vendó.

—Mañana estarás como nuevo Melchor, que descanses. Gaspar salió cerrando la puerta.

Dos días estuvieron descansando y reponiendo víveres para que no escasearan en el viaje y por la noche subían a una de las torres más altas del palacio para observar   la estrella.

—¡Qué bella es! Nunca vi nada parecido —decían asombrados.

Los tres magos eran   eminentes astrólogos y sabían que esa estrella les traía buenas noticias.

—Estoy deseando  emprender el viaje –—insistía Baltasar.

Todos estaban muy nerviosos, querían conocer a ese gran personaje que había revolucionado los cielos; hasta las estrellas parecían obedecerle.

Por fin, al tercer día   la caravana emprendió el camino, la pomada de Gaspar le había hecho efecto y le habían desaparecido los dolores.

El viaje por el desierto fue  agotador y el rey Melchor lo notaba más que ninguno. No en vano era el más anciano de todos. La pomada ya no le aliviaba y sufría mucho, pero   no se quejaba, no quería detener el  viaje. Sabía que estaban ante un acontecimiento muy grande y tenían que llegar cuanto antes.

Una noche, en la que los dolores de su pie eran insoportables, la estrella se paró en un pueblecito pequeño llamado Belén.

-—¡Parece que hemos llegado! —exclamaron los tres muy contentos.

—Se oyen unos cantos preciosos, sigamos a la gente; todos van hacia donde está la estrella —dijo lleno de júbilo Baltasar.

Melchor callaba, habían dejado los camellos a uno de sus camelleros; no sabía si podría llegar andando, sin embargo, hizo un último esfuerzo, no había hecho un viaje tan largo para rendirse en el último momento.

Les seguían sus pajes con lo regalos para el niño rey. Se hicieron paso entre una gran multitud que se acercaba al mismo lugar al que iban ellos, los canticos se oían cada vez más cerca.

De repente se encontraron delante de un establo iluminado por una brillante luz. La luz salía de un pesebre que había en el centro en donde estaba acostado   un niñito precioso. A su lado, sus padres   parecían los seres más felices del mundo.

Los ángeles que lo rodeaban cantaban unas canciones tan lindas que lo arrullaban y dormían. El niño no se enteraba de todo el bullicio que   se había formado a su alrededor.

En ese momento un paje observó la cara de Melchor contraída por el sufrimiento que le producía el juanete y le ofreció un asiento. Se sentó en él mientras contemplaba al niño. Realmente no había visto nunca un bebé tan bonito. Todo el mundo sintió que   el amor flotaba en el aire y que algo se transformaba dentro de ellos.

En ese momento Melchor vio que un mendigo cojo, vestido con harapos y arrastrándose gracias a unas muletas, intentaba acercarse también. El mago al darse cuenta de la dificultad que tenía para moverse, se levantó y le ofreció su asiento.

—No puedo aceptarlo, señor. Usted es un rey y yo un mendigo.

—Insisto en que se siente, buen hombre. Delante de este niño todos somos un poco mendigos, todos venimos a pedir.

María se había dado cuenta de la buena acción de Melchor y, como el niño se había despertado le invitó a que lo cogiera.

Melchor se acercó cojeando, ya casi no sentía la pierna, el dolor le subía hasta la rodilla.

Cuando lo tomó en brazos, el pequeño le sonrió, y aquella sonrisa fue como un bálsamo para su pie: el dolor y la hinchazón desaparecieron inmediatamente.

El rey pidió permiso a María  para dejarle  el niño al mendigo; un hombre que había hecho tanto esfuerzo para llegar hasta allí bien merecía  tenerlo un poco en brazos.

El mendigo seguía sentado pero no se atrevía a cogerlo, no quería manchar ese cuerpecito tan blanco y tan puro.

—¡Cójalo! su madre nos ha dejado —le dijo Melchor.

El hombre le obedeció, lo sostuvo durante unos instantes mientras el niño le tocaba la cara con sus manitas. El mendigo sintió  como si un manantial de agua templada  le recorriese el cuerpo por fuera y por dentro y, en ese instante, quedó totalmente limpio y volvió a sentir sus piernas de nuevo. Se levantó para entregárselo a su madre sin darse cuenta de que ya no necesitaba las muletas. El niño del amor le había curado.

Los reyes magos estuvieron varios   días visitando a Jesús, a María y a José, les llevaron los regalos y con pena tuvieron que dejarlos: sus caravanas   debían regresar a  sus países.

Una noche, mientras cenaban bajo un cielo totalmente estrellado, Melchor les comentó a los otros magos:

—Verdaderamente ese niño es todo amor, va a revolucionar al mundo.  Yo antes de conocerle era muy egoísta, nunca hubiese reparado en que había un mendigo a mi lado si él no me hubiese mirado. Me ha curado por fuera pero lo más importante aún, me ha curado también por dentro.

Gaspar y Baltasar   habían sentido algo parecido dentro de ellos. El viaje había merecido la pena.


 


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta este rey con problemas tan poco regios. Como siempre un lenguage muy cercano y la facilidad para combinar la magia con lo cotidiano

Conchita dijo...

¿Quién eres? Tu comentario me ha gustado mucho.
Gracias por entrar en mi blog. Feliz Navidad.

Marisa Alonso Santamaría dijo...

El viaje mereció la pena sin duda.
Muy bonito Conchita.
Un abrazo muy fuerte

Conchita dijo...

Gracias Marisa. Los viajes de sus Majestades los Reyes Magos siempre nos enseñan el valor del amor. Un beso muy fuerte.

Publicar un comentario