El
disfraz mágico
Quique llegó a casa con una nota de su colegio.
—El martes de Carnaval todos los niños deberán venir
disfrazados para el festival que se celebrará en el salón de actos –leyó la
madre.
—Tendremos que comprarte un disfraz nuevo para la fiesta –le
dijo mirándolo de arriba abajo para calcular la talla que tendría su hijo en ese
momento—. Has crecido mucho desde el año pasado.
El niño se rió
orgulloso al escucharla.
Al día siguiente Quique estaba muy nervioso; iban a ir con su
abuela a elegir el disfraz.
Cuando llegaron a la tienda, había tantos que no sabían por
cual decidirse: de piratas, de chinos, de indios, de vaqueros. Él los miraba
todos, callado, sin decidirse por ninguno.
—¿Quieres uno de pirata? —le preguntó su madre.
Él movió la cabeza para los lados un poco enfadado.
—Pues no, parece que no le gusta —comentó su abuela.
Entonces, el niño vio uno que le llamó mucho la atención;
se soltó de la mano y salió corriendo a cogerlo.
—Este, mamá, quiero ir de jirafa –dijo muy contento
pensando que ya había encontrado el que quería.
—¡Claro, cómo no se me había ocurrido antes! Con lo que le gustan los animales,
quiere vestirse de jirafa. Ven Quique, vamos a probártelo.
La madre del niño descolgó el disfraz de la percha en donde
estaba colgado y se dirigieron los tres hacia una fila de personas que
esperaban el turno para poder entrar en la única habitación de la tienda que tenía un espejo.
—Lo siento señora, pero este disfraz no está disponible.
Tiene un letrero que lo indica: No está a la venta —les dijo la dependienta
cuando vio que se lo llevaban al probador.
El niño, al oír a la señorita, cogió una rabieta tan grande
que nadie lo podía consolar.
—Quiero este, quiero este —decía entre sollozos y suspiros.
La dependienta, viendo que Quique no tenía consuelo, se
conmovió.
—Bueno, cójanlo, no creo que mi jefa lo tenga reservado.
El niño dejó de llorar inmediatamente y, cuando les tocó la
vez, se metieron en el probador con el disfraz para ver cómo le quedaba. Le quitaron con
cuidado la funda de plástico que lo protegía, ¡era precioso! Parecía hecho de
la piel de una jirafa de verdad, todo de una pieza. En la cabeza tenía dos
cuernecitos negros que al niño le hicieron mucha gracia.
—Ven Quique, mete primero las piernas y luego los brazos.
Ahora la cremallera y por último te pondremos la cabeza —le explicaba su madre.
El niño se miró al espejo y sonrió viendo lo guapo que
estaba.
—Estupendo, te queda muy bien —dijo la abuela.
Las dos lo estaban contemplando
cuando observaron que ocurría algo muy raro, la tela del disfraz empezó a
pegarse al cuerpo del pequeño como si se tratara de su piel, su cuello se estiró y estiró de forma que la cabeza empezó
a subir y a subir tanto, que no cabía en el probador y la nariz y la boca se
transformaron en un verdadero hocico de jirafa. La abuela salió gritando:
—¡Socorro, socorro, ayuda! el disfraz está embrujado.
En ese momento, entró la dueña de la tienda y, al escuchar
los gritos, fue derecha al probador con un cubo a agua que echó sobre el disfraz
ante la mirada asustada de Quique y de su madre. Rápidamente, el cuello del
niño empezó a encogerse, la tela se le separó de la piel y volvió a ser como
era antes, un niño rubio con cara de
niño, no de jirafa.
—Lo siento mucho —les
decía la señora de la tienda disculpándose toda sonrojada—, no sé cómo la
dependienta se ha atrevido a vendérselo, ¡si ponía bien claro que no estaba a
la venta! Desde que me lo trajeron de África, este disfraz no me ha dado más
que problemas. Mañana mismo le devolveré.
—No la regañe señora, la culpa ha sido de mi hijo, que se
ha puesto muy pesado. La pobre chica no ha tenido otro remedio que dejar que se
lo probara —decía la madre de Quique respirando hondo, mientras se le pasaba el
susto, y la abuela se tomaba una tila.
Quique no dijo nada; sabía que por culpa de su cabezonería
había estado a punto de convertirse en una jirafa de verdad. Ahora le iban a
echar una buena bronca de camino a su
casa.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta; un repartidor
les entregó un disfraz de indio que les enviaba la dueña de la tienda con una
nota volviendo a disculparse por lo sucedido el día anterior. Cuando la madre
lo vio, llamó a su hijo:
—Mira Quique, por lo menos con este no te crecerá el cuello,
si acaso alguna pluma –comentó sonriendo para quitarle importancia a lo sucedido el día anterior.
El niño, mirándola con preocupación y sin ganas de bromas, le
dijo:
—Mamá, pensándolo bien, no quiero ir a la fiesta.
4 comentarios:
Los disfraces son asunto muy peculiar y hay que tomarlo en cuenta. Es sabido que nadie pierde la oportunidad de ponerse un disfraz, en lo personal, siempre busco la manera de disfrazarme, aún en lo cotidiano, tal vez no sea con una máscara o con plumas, pero lo que si puedo hacer es jugar con mi manera de vestir para ser una persona distinta todos los días.
Creo fervientemente, que nuestras personalidades juegan papeles distintos en las diferentes realidades de las personas que conocemos y al disfrazarnos, abrimos posibilidades alternas donde nuestra personalidad enfatiza sus tonalidades, Será por eso que nuestra civilización gusta de disfrazarse desde tiempos inmemorables.
Conchita!!, excelente apreciación del fenómeno del disfraz, disfruté mucho tu historia, sobre todo por hermosa manera de abrir con una historia cotidiana y darle el vuelco inesperado en el momento menos pensado, voy entendiendo por que te ganaste tu sobrenombre.
Repasando hoy este cuento, me he dado cuenta de que los preciosos dibujos que me hizo Xenia, de una manera altruista, para ilustrarlo se me habían borrado. Enseguida he subsanado el error. Mil perdones a mi maravillosa ilustradora. Un beso.
Me encanta, te leo y vuelvo a la habitación que compartíamos en Granada y a las historias que me contabas. Siempre has sido una gran narradora, por sencillas que sean las historias las haces tan cercanas y reales que parece que estás dentro del cuento.
¡Qué cosas! No me considero una gran narradora, de hecho, se me ocurren mejor cuando escribo , no cuando hablo. Por fín han podido poner un comentario. Gracias.
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