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viernes, 18 de febrero de 2011
Arantxa y la lengua 1er ciclo

jueves, 17 de febrero de 2011
Arantxa y las matemáticas 1er ciclo.

Hoy Arantxa
está de mal humor. No quiere ir al colegio. Le toca dar matemáticas y a ella no
le gustan nada, nada, los números. Por el contrario, le encanta la clase de
Lengua. ¡Eso sí que es divertido! La seño les cuenta unas historias preciosas
de hadas, brujas, príncipes y princesas.
En clase de matemáticas siempre está distraída
y lo que es peor, distrae a sus compañeras.
—¡Arantxa, si no aprendes a sumar,
restar, multiplicar y dividir, no podrás ayudar a tus padres en el mercado! —le
dice Conchita.
—Profesora, para hablar con las
clientas, no hace falta saber matemáticas. Mi madre tiene una amiga, que no ha
ido al colegio y tiene también un puesto en la plaza.
Arantxa siempre tiene respuesta para
todo y no hace caso de los consejos de sus padres ni de la profesora y siempre
suspende las matemáticas.
Un día, su profesora está en la pizarra explicando las tablas de
multiplicar, y Arantxa, levantándose de su mesa, le pregunta:
—Señorita, ¿Transilvania se escribe con
C o con Z?
—¡Pero Arantxa! ¿Para qué quieres saber
eso, si ahora estamos aprendiendo a multiplicar?
—Mis compañeros sí, pero yo no. Yo estoy escribiendo un cuento de brujas
y vampiros y quiero saber cómo se escribe Transilvania —le replica.
Como es natural, su profesora se enfada,
pero ella no hace caso de nadie. No se da cuenta de que es muy importante
atender en clase para aprender bien los números.
A Arantxa lo que más le gusta del mundo
es acompañar a sus padres los sábados por la mañana al mercado, ponerse un
delantalito blanco bordado con punto de
cruz que le ha hecho su abuela, y ayudarles a vender en su puesto.
Hoy por la mañana, mientras su padre se
ha ido a llevar un pedido, Arantxa se pone detrás del mostrador en su lugar
para cooperar con su mamá. Se siente muy mayor, pero sin darse cuenta le ha
dado a una señora un billete de 20€ en lugar de uno de 5€.
Sus padres se han enfadado mucho con
ella:
—Si estudiaras más matemáticas, no
confundirías los números. Mientras no las apruebes, no vendrás más con nosotros.
Ahora Arantxa es la más aplicada de
clase, atiende y aprende con mucha rapidez. Se ha dado cuenta de que además del
lenguaje, las matemáticas también son muy importantes.
martes, 15 de febrero de 2011
La ranita Rafaelita 1er. ciclo

La
ranita Rafaelita
En lo más profundo de un frondoso bosque había una gran
charca de aguas cristalinas. Los árboles eran tan altos que desde el agua
apenas se podía ver el cielo y el color del paisaje que rodeaba la charca era siempre
el mismo, verde. Parecía que
el mundo estaba hecho de un solo color aunque con diferentes matices.
Allí vivían una pareja de ranas también verdes, color muy natural
entre los batracios. Las ranitas estaban muy contentas porque acababan de tener
una gran descendencia formada por renacuajos de cabeza gorda y cola pequeña,
que se movían por la charca con una velocidad y
alegría extraordinarias. Las ranas papá y mamá les pusieron nombre a todos sus renacuajos, a la más pequeña la llamaron Rafaelita.
Rafaelita era una renacuaja muy simpática. Estaba muy orgullosa
de su cuerpo serrano y no quería crecer. Sabía que cuando lo hiciera, tendría
que cambiar la cola por dos pares de patas y, aunque le servirían para saltar y ver el mundo que
rodeaba la charca, esto de cambiar el
agua por la tierra firme no le hacía
ninguna gracia. A ella le encantaba su cola, pensaba que era la princesa de los renacuajos y que en
cuanto la perdiera dejaría de ser princesa.
Todos sus hermanos y hermanas ya se habían hecho mayores, se
habían transformado en unas ranas muy verdes y lucían unas patas flexibles y
elásticas. Con ellas podían dar saltos y salir del agua durante grandes
periodos de tiempo.
A Rafaelita no le daba ninguna envidia ver a sus hermanas
saltando alrededor de la charca.
—¡Parece que están locas! —repetía una y otra vez—. No sé
que le encuentran a eso de saltar, con lo bien que se está flotando suavemente sobre la superficie del
agua rodeada de preciosos nenúfares.
Un día en el bosque cayó una gran tormenta. El ruido de los
truenos era ensordecedor y los relámpagos iluminaban el cielo con una luz tan
brillante que en la charca estaban atemorizados. Era la primera vez que las ranitas
veían una cosa así.
—Mamá, ¿qué es aquello que brilla en el cielo? —preguntó
Rafaelita—, ese no es del color de
nuestro bosque. Ella no estaba acostumbrada a nada que fuera de otro color que
el verde.
—Son relámpagos —dijo
su madre—, y son de otros colores. No son verdes, son de un color
azul y amarillo muy intenso. En el mundo que hay dentro y fuera del bosque hay
muchos colores diferentes. Sin embargo, mientras no crezcas no podrás salir de la charca y no
verás todas las cosas bonitas que nos rodean.
Rafaelita, que pensaba que todos los colores eran tan
escandalosos como los relámpagos, le dijo:
—No mamá, no quiero ver más colores. Me dan miedo. Prefiero
el color verde de nuestra charca, de nuestros árboles y de nuestra piel; el
verde me tranquiliza.
La mama de la ranita la dejó por imposible:
—Esta niña no va a madurar
nunca.
Al poco rato, la lluvia empezó a caer más despacio hasta
que paró de llover y, en ese momento, apareció en el cielo el Arco Iris.
Rafaelita se quedo pasmada mirándolo. Allí arriba había
algo redondo, parecido a medía charca, formado por diferentes colores, tan suaves
que no la asustaron como le había ocurrido con los relámpagos.
—Mamá, ¡qué colores tan bonitos! Nunca los había visto.
—Eso que estás viendo es un Arco Iris. Siempre sale después
de llover y tiene siete colores preciosos.
—¿Cómo se
llaman mamá? —preguntó Rafaelita muy excitada ante tanta belleza.
La madre le enumeró los siete colores por el orden en que
aparecían en el cielo:
—El rojo está en la parte exterior del arco, luego viene el
naranja, el amarillo, el verde, el azul, el añil y por
último el violeta que está en la parte interior.
—Mamá, esos colores no me asustan; quiero ver más cosas de
colores. ¡Quiero hacerme mayor!
—¡Menos mal! —exclamó su madre—. Creía que nunca ibas a
dejar de ser un renacuajo. Si quieres crecer, tienes que comer todas las moscas
y mosquitos que puedas atrapar.
Pronto dejó su cola, que cambió por dos pares de patas como
lo habían hecho anteriormente sus hermanas. Todos los días salían de excursión
por los alrededores para investigar el colorido que les ofrecía la naturaleza.
La primera excursión fue la del color azul. Esa fue muy fácil
de hacer, no tuvieron más que atravesar la barrera de altos árboles que rodeaba
la charca y apareció… ¡el cielo! Se tumbaron todas boca arriba, aunque era una
postura algo incomoda para ellas y se pusieron a admirar el color azul. La mamá
les explicó:
—El cielo es de color azul, pero cuando amanece o se pone el
sol se llena de tonos rojizos, amarillos y violetas. De noche cuando estáis
dormidas se oscurece y el tono pasa a azul
oscuro, pero de todas formas siempre es precioso.
Todas las ranitas estaban encantadas con las
clases que les daba su mamá. Rafaelita llegaba muy cansada y
llena de emociones. Ya no se acordaba de su cola ni de si era o no princesa, solo recordaba la belleza de
los paisajes que ese día acababa de visitar y se dormía pensando en el próximo
viaje que le descubriría una nueva variedad de colores. La ranita se había dado cuenta de que
el mundo era un gran cuadro que estaba ahí para ser admirado por todos, incluidos
los diminutos habitantes de la charca.
sábado, 12 de febrero de 2011
JACIN POTAS Tercer ciclo.
![]() |
Dibujo sacado de internet. |
JACIN POTAS
La noticia le cayó como una bomba, tenían que cambiarse de ciudad. Debían dejar a sus abuelos, sus
amigos, su casa, su colegio, su calle y su barrio; en resumen, todo lo
que hasta entonces había formado parte de su vida. Pensar que
el paisaje que divisaba cada mañana por su ventana, cambiaría por completo,
y que en unos pocos días todo a su
alrededor sería diferente le producía un vértigo y una angustia terrible.
Sin embargo, sus padres estaban muy contentos. No eran de la opinión de
Jacinto.
—Este traslado supone un gran ascenso y es una oportunidad
única para mejorar nuestro nivel de vida —les
decían a sus amigos, cuando iban a despedirse de ellos. Pero, ¿y él?,
con él no habían contado para nada. ¡Nunca contaba para nadie! Su hermana, al
menos, tenía más carácter y se sobreponía
a cualquier contrariedad por grande que fuera. Sin embargo, a él le dolía el estómago desde que recibió la
noticia. Desde el día que se enteró de que había que hacer una mudanza tenía
ganas de vomitar, como le ocurría siempre que se enfrentaba a algún problema.
Ya habían pasado casi dos trimestres completos del curso
cuando llegaron a su nuevo colegio. Todos los chicos estaban cómodamente instalados en sus clases, y cuando llegaron
los nuevos los miraron como a bichos
raros. Bueno, eso es lo que pensaba
Jacinto, porque así se sentía cuando entró por primera vez dentro del nuevo recinto escolar.
La noche anterior
estuvo pidiendo al cielo que no amaneciese para evitar el trance de aparecer en un sitio
desconocido para él. Pero las leyes de la naturaleza siguieron su curso y ese
día amaneció como siempre, con su luz, su sol y alguna que otra nubecilla. Por
eso no pudo poner ninguna excusa para no levantarse.
—¡Vamos niños, hay que darse prisa! —Oyó decir a su madre
cuando vino a despertarlos.
Jacinto se levantó sin ganas, no quiso desayunar
porque tenía los nervios metidos en el estómago, además, le había sentado mal
la cena del día anterior. Envidiaba el aplomo de su hermana Azucena. Para ella,
el traslado a un colegio nuevo, era una experiencia parecida a ir al cine o a
dar un paseo con una amiga. Todos los nervios de la familia se los había
llevado Jacinto. Ambos hermanos se pusieron en marcha acompañados por su madre que
comentó:
—Hoy os llevaré por ser el primer día. No quiero bajo
ningún concepto, que lleguéis tarde al cole.
Jacinto iba por el camino rezando para que lo pusiesen en
la misma clase de su hermana, pero al llegar a la secretaría empezaron sus
primeros problemas.
—Es imposible, nunca dejamos a dos hermanos en la misma aula,
es la política del colegio, aunque sean gemelos
—aclaró la directora.
¡Maldita la gracia
que le hizo! A Azucena la enviaron a 6º A, y a Jacinto le tocó la clase de 6ºB
que, según dijo la profesora, eran un poco revueltos, pero buenos chicos.
—Ahora vendrá el pitorreo de los nombres —pensó. ¡Solo a su
madre se le podía ocurrir ponerles Jacinto y Azucena! Cuando salían juntos y
uno de los dos hermanos se encontraba con algún amigo y tenían que presentarse, siempre la misma
broma:
—¡Hombre, Azucena y Jacinto!, vaya nombres más raritos que
os ha puesto vuestra madre. Ella no
tiene hijos, tiene un ramillete de flores.
Entonces todos se echaban a reír y a Jacinto le
entraban unas ganas tremendas de salir corriendo o de que lo tragase la tierra.
Sin embargo, Azucena se reía con ellos sin importarle nada y les seguía la
broma tan fresca como siempre.
El primer día la secretaria les acompañó a cada uno a la
clase correspondiente. Azucena entró en el aula con el aplomo que la
caracterizaba, abrió la puerta, dijo buenos días y pasó como si estuviese matriculada
en ese centro desde Educación infantil; pero Jacinto era distinto. Al abrir la
puerta y ver tantas caras desconocidas observándolo, le empezaron
a temblar las piernas y un sudor frío le corrió por toda la frente. La profesora y sus compañeros estaban expectantes
esperando su reacción, el más chistoso del grupo, al observarle como un
pasmarote en la entrada, dijo en voz
alta:
—¡Mirad chicos, ha
venido a vernos Harry Potter!
—¡Siéntate y calla, Álvaro! —le dijo doña Luisa —. Jacinto
va a quedarse con nosotros lo que queda de curso y le vamos a tratar como a uno
más. No quiero bromas ni gamberradas, ¿de acuerdo, Alvarito?
— ¡Alvarito!, ¡Alvarito!, ¡esta mujer me tiene manía! —exclamó en voz baja.
Efectivamente,
Jacinto llevaba unas gafas pequeñas de cristales redondos que le daban cierto
parecido con el actor que interpretaba
Harry Potter y, por desgracia para él, Álvaro lo había descubierto rápidamente.
—¡Ya tenemos pitorreo para todo el curso! —pensó Jacinto.
Este quiso hacerse el duro y aparentar que las bromas no le importaban, pero su
cara reflejaba su estado de ánimo y empezó a ponerse blanco y a sentirse mareado.
Sin saber cómo, le entraron unas ganas tremendas de vomitar.
Recordó que había visto en el pasillo un aseo antes de entrar en la clase y salió
disparado a dicho lugar sin pedir permiso a nadie. Cuando volvió, había
recuperado un poco el color de la cara. La profesora se dirigió hacia dónde se
encontraba y le preguntó:
—¿Te encuentras mal, Jacinto?
Antes de que pudiese
contestar, intervino Álvaro:
—El señorito se ha puesto malo. En vez de Harry Potter, le
vamos a llamar Jacin Potas.
Los compañeros, al oír
el chiste que había hecho el gracioso de la clase a costa del nuevo, empezaron
a reírse a carcajadas y a dar patadas en el suelo. Se armó tal escándalo, que
lo oyeron hasta en el aula de al lado.
Azucena, al oír el alboroto, se imaginó que su hermano
estaba implicado en el problema por alguna causa. Doña Luisa logró calmar a sus
alumnos y el estómago del nuevo se tranquilizó, por lo que pudo dar clase hasta que sonó el timbre.
—¡La hora del recreo!
—gritaron algunos de los compañeros de Jacinto. Los chicos no atendieron más a
las explicaciones de la profesora, dejaron lo que estaban haciendo y salieron
atropelladamente. Jacinto cogió su bocadillo de mala gana; no tenía ninguna
sensación de apetito, pero salió al patio detrás de los demás alumnos. Mientras
estaba en clase, se encontraba protegido
por la profe, sin embargo, al salir al
patio se sintió de nuevo indefenso y
perdido. No sabía hacia dónde dirigirse; a la derecha estaban las pistas de deportes,
pero todavía no conocía al profesor de gimnasia y no sabía las normas de uso de
las mismas; a la izquierda había una zona de jardín con una bonita arboleda,
hacia allí se dirigió.
—¡Jacinto, Jacinto!
—oyó que su hermana le llamaba desde el
otro lado del patio. Estaba con dos compañeras y las tres vinieron hacia él.
—Jacinto, ven que te voy a presentar a dos amigas de clase.
Son muy simpáticas: Clara, Mónica, este es mi hermano Jacinto.
—Hola ¿Qué tal? Tu hermana nos ha hablado mucho de ti.
Jacinto se puso rojo como un tomate y no supo qué contestar,
pero se dio cuenta de las dos eran guapísimas, parecía que se le estaba
arreglando el día hasta que se dio cuenta de que se les acercaba Álvaro.
—¿Os han presentado ya a Jacin Potas? —preguntó a Clara y a
Mónica. ¿Quién es esta chica?
—Mira, Álvaro —le dijo Mónica bastante molesta—, te he
dicho mil veces que cuando te haces el gracioso es cuando menos me gustas. No
seas pesado y déjanos tranquilas, anda.
A Álvaro le molaba mucho Mónica, pero le gustaba hacerse el
duro delante de ella.
—Bueno, Mónica ¿me la vas a presentar o no?
—Azucena, este energúmeno se llama Álvaro y seguro que nos
va a dar la lata durante todo el recreo.
Mientras, Jacinto observaba callado al compañero que le
había tocado en suerte rogando que tuviera alguna cosa más interesante que
hacer que meterse con ellos y desapareciese de un momento a otro.
—¡Anda!, ¡pero si os parecéis! —dijo Álvaro mirándoles fijamente—. ¿Sois mellizos? Azucena y Jacinto, dos flores o… dos capullos,
como prefiráis.
Antes de que nadie pudiera
remediarlo, Azucena le soltó un bofetón, Álvaro se echó hacia atrás para intentar
evitar el tortazo, pero, al final, se cayó al suelo. Cuando se levantó, se fue
hacia ella hecho una furia. ¡Menuda se armó! Jacinto, al ver que iba hacia
Azucena, salió en defensa de su hermana y empezaron a darse
mamporros, acabando de nuevo los dos en el suelo.
—¡Pelea, pelea con el nuevo! Empezó a correrse la voz por el patio y enseguida se arremolinaron un
montón de chiquillos que gritaban a favor de uno u otro contendiente.
Los nervios de
Jacinto le traicionaron como siempre y el estómago empezó a producirle
náuseas. Se quiso separar de su contrincante para ir al aseo, pero este, pensando
que quería escaparse, le agarró de la camisa aún más fuerte.
Jacinto no lo hizo adrede, pero no lo pudo evitar.
Con los nervios de la pelea volvió a vomitar. Esta vez el que recibió el
regalito fue Álvaro.
—¡Aaah, qué asco tío!
Eres un guarro. Me has puesto perdido. Ahora sí que te la has cargado.
Te vas a acordar de este día durante toda tu vida. ¿Cómo voy a estar toda la clase así, con esta
peste hasta que me vaya a casa?
A Jacinto se le iba un color y le venía otro.
—Lo siento chico, pero no lo he podido remediar. He querido soltarme y me has agarrado más fuerte. Tú mismo me has
llamado Jacin Potas, ahora ya sabes a qué atenerte.
Según iba hablando, notaba más seguridad en sí mismo. Se
sorprendió de haberle contestado con
tanta firmeza. Mientras se limpiaban como podían, la profesora que estaba de
vigilancia en el recreo, llegó al lugar
de la pelea.
—¡Cómo no iba a ser Álvaro uno de los implicados! ¡Ah, y el
nuevo!, pues sabes que has empezado bien. El primer día de clase y ya hay que
llevarte al despacho de la directora.
—Señorita —dijo Mónica—, nosotras sabemos por qué ha
empezado la discusión y el culpable ha sido Álvaro. Les ha insultado, les ha
llamado capullos.
—¡No es verdad!, les
he dicho que tenían nombre de flores o de capullos.
—¡Dejaos ya de tonterías y vamos a dirección! ¡Por Dios!
¡Qué olor echáis! No se puede estar a vuestro lado.
En el despacho, las preguntas y las respuestas se sucedían
sin parar, además de las interrupciones de los testigos de la pelea.
—¡Basta ya! —dijo la directora—. Tú te vas a quedar en el
pasillo hasta que tus padres vengan a recogerte
y, cómo castigo, vas a ser el compañero de Jacinto hasta que termine el curso.
Veremos a ver si aprendes a respetarlo. En cuanto a ti, Jacinto, te recomiendo
que pases de las tonterías que hacen algunos chicos —dijo mirando a Álvaro.
—Te aconsejo que aprendas a dominarte porque si no el mote
que te han puesto te va a quedar que ni pintado.
—”Es posible que ya le hayan ido con el soplo? Seguro que
ha sido doña Luisa, mi tutora” —pensó. ¡Cómo
corrían las noticias en el colegio!
Salieron del despacho y se fueron a clase. La profesora les
mandó al final del todo.
—Si queréis estar en clase de lengua, no se os ocurra moveros de donde estáis. Os
quiero bien lejos de mí, porque no hay quien pare a vuestro lado.
A parte de eso, el día terminó sin ningún percance más para
los dos alumnos nuevos.
Al finalizar las clases, los hermanos se fueron a casa con
las amigas de Azucena, aunque Jacinto iba delante de ellas porque las chicas no
querían arrimarse a él:
—¡En cuanto llegues a casa, te metes en el baño! ¡Menudo
olorcito echas!
—¡No me des más la lata, guapa! Bastante mal rato he pasado
hoy, así es que déjame en paz de una vez —le dijo enfadado.
A la mañana
siguiente, Jacinto se levantó con el mismo problema que el día anterior, con el
añadido de que sabía quién iba a ser su compañero de clase, ¡tendría que
aguantar a Álvaro durante el resto del curso!
—¡Creo que no podré soportarlo! es superior a mis fuerzas.
¡Mamá no quiero ir al colegio por favor!
—Mira, Jacinto, tienes que controlarte, cuando te entren
ganas de vomitar, respira hondo dos o tres veces y ya verás como se te pasa.
Jacinto prometió hacer caso a su madre cuando se despidió
de ella, pero al entrar en clase le empezó la molestia en el estómago que le
era tan familiar. Se sentó al lado de Álvaro como le había mandado la
directora, y este le miró con mucho recelo.
—¡No quiero ni pensar que te atrevas a acercarte a mí! Te
separas todo lo que puedas ¿Entendido? —le dijo este de muy malas maneras.
Fue todo tan rápido, que Jacinto no supo cómo pasó, pero, allí mismo, volvió a repetir la faena del día
anterior.
Su compañero empezó a gritar:
—¡Esto no hay quién lo aguante! ¡Si este tipo tiene que
estar a mi lado hasta final de curso, yo me voy de este colegio!
Tal jaleo se armó que al poco rato Álvaro se encontró otra
vez en el despacho de la directora:
—Mira, me da igual
que no quieras estar al lado de Jacinto, pero no te voy a cambiar de sitio; en
tus manos está que deje de vomitar. Creo que a ti te interesa más que a nadie
que se le pasen los nervios y esa costumbre que tanto te molesta.
—Sí claro, seguro que yo tengo la solución del problema,
¡no te fastidia!
—A ver si tienes más respeto a las personas mayores. Siéntate
y atiende mis consejos.
La directora pensó que tenía que hablar con Álvaro y explicarle cómo podía solucionar el
problema que él mismo había provocado.
— Álvaro, ¿tú sabes
lo que es la empatía?
—¿La simpatía? Creo que sí.
—No, la simpatía no, la empatía. Eso es saber ponerse en el
lugar de la otra persona. Tú tienes que ponerte en el lugar de Jacinto y pensar
en lo mal que debe sentirse sin conocer a nadie en esta ciudad. Lo que le hace
falta es alguien que le tranquilice y le haga tener seguridad. Y tú, ahora, eres la persona indicada ¡claro
está! Si no quieres irte a casa todos los días igual que ayer, debes buscar la
forma de que Jacinto se encuentre como en su casa. ¡Tú y toda la clase! Así es
que aplícate el cuento y a trabajar. Además, Álvaro, te conviene quitarte la
etiqueta de fanfarrón que tienes puesta. Eres un buen chico, pero no te gusta demostrarlo,
prefieres ser el gallito de la clase. Sin
embargo, yo sé que tú eres capaz de realizar esta tarea.
Álvaro pensó en todo lo que le había dicho la directora, y durante
el recreo hubo una reunión de los
alumnos de 6º convocada por el cabecilla
de la clase:
—De modo que ya sabéis, si alguno le molesta por algo y me vuelve a vomitar encima o tiene que salir corriendo en mitad de una
explicación de algún profesor por culpa vuestra, se os cae el pelo.
La idea de la
directora fue buenísima, Álvaro, por la cuenta que le traía, empezó a comprender el problema de su compañero de mesa.
Pensó en lo mal que se encontraría él si tuviera que dejar todo lo que conocía y marcharse a otro lugar. Desde ese momento, empezó a mirar con simpatía a Jacinto. Mientras, Jacinto había caído en la cuenta de que con su
problema estomacal tenía la forma de fastidiar a su compañero y su problema iba
a ser el problema de los dos. Esto hizo que se enfrentara todos los días con más tranquilidad al hecho de ir a un
colegio nuevo.
Desde entonces, su vida fue como la del resto de sus compañeros. Álvaro se encargó de que nadie le pusiera nervioso para evitar las
carreras hacia el aseo. Los esfuerzos por proteger a su compañero
y de protegerse así mismo de sus vómitos, hicieron que entre los dos
fuese desapareciendo la antipatía que se tenían desde el principio de conocerse
y que naciese una buena amistad.
—Hay que ver lo que hace la empatía —decía Álvaro sonriendo
y mirando a su compañero.
—¿La simpatía? —le preguntó Jacinto.
—No hombre no, la empatía. Un día que tenga ganas te lo explicaré
—le aclaró, echándole el brazo por encima
del hombro, cuando iban hacia el patio del recreo.
martes, 8 de febrero de 2011
El camaleón hechizado 2º y 3er ciclo
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Ilustradora Laura Bueno Valdés |
Había una vez un camaleón al que una bruja había hechizado. Le obligaba a vivir dentro de un cuento en lugar de hacerlo en plena naturaleza como hacen todos los camaleones normales.
Como todos los camaleones tenía la facultad de cambiar de color según la superficie en donde se colocaba, pero él no lo sabía. Pensaba que eso solo le ocurría a él porque estaba hechizado. Cada vez que se colocaba encima de una letra del cuento se transformaba en ella.
Si se ponía encima de una A, el camaleón se convertía en A.
Si trepaba sobre una M, se transformaba en esta
letra y le ocurría lo mismo cuando se colocaba sobre los dibujos que ilustraban
el libro dentro del que vivía.
En su cuento también vivían un príncipe y una
princesa. Si el camaleón se colocaba encima del príncipe, la cabeza del
principito adquiría una forma triangular
de camaleón con ojos saltones. Los niños que lo estaban leyendo se asustaban y
salían corriendo sin querer saber nada más de esa historia.
Con la princesa pasaba lo mismo. ¿Os podéis imaginar un camaleón con trenzas doradas o una princesa con cara de camaleón?
El cuento “El camaleón hechizado” estuvo
muerto de risa en la estantería de una librería durante mucho tiempo hasta que
un día un niño lo compró. Estuvo intentando durante mucho tiempo ver al
camaleón, pero éste siempre estaba camuflado entre las letras y los dibujos, y
no consiguió verlo nunca.
El cuento fue a parar a un puesto en la feria
del libro usado y pasó por las manos de muchos niños lectores que nunca podían ver bien
al camaleón. Al final, siempre se cansaban y se deshacían de él.
Un día, unos niños estaban ojeando unos cuentos
cuando…
—Mira,
mamá, “El camaleón hechizado”. ¡Cómpramelo por favor! Tengo que hacer un trabajo
sobre los Furcifer Pardalis —dijo Amalita.
—¿Y eso que es? —preguntó
su madre extrañada.
—Mamá,
pues una clase de camaleones —contestó
la niña que era una sabionda de mucho cuidado—. Es estupendo, ¡por fin un libro
sobre el tema que me interesa! Justo
cuando nos íbamos a marchar hemos encontrado
lo que estaba buscando.
Después de cenar se fueron a leer a sus
habitaciones. Al poco rato, la niña se presentó muy enfadada en el dormitorio
de sus padres.
—Aquí
no sale ningún camaleón y, además, las letras van cambiando de forma según lo
lees, ¡menudo mareo! Parece que tienen
un camaleón escondido detrás de cada una de ellas y con los dibujos pasa lo mismo. No me sirve
para mi trabajo.
Lo
dejó encima de la mesilla de sus padres y se fue decepcionada a dormir. La
madre de Amalita cogió el libro y empezó a ojearlo. Primero pasaba las hojas
muy despacio para observar lo que sucedía, luego las pasaba más rápido. Se dio
cuenta de que solo una letra cambiaba de forma cada vez; una letra o un dibujo,
pero solo una. Le pareció muy raro, pero inmediatamente se dio cuenta de lo que
pasaba.
—¡Ay,
amiguito!, no hay manera de verte porque siempre estás detrás de las letras; yo
sé una manera de sacarte de ahí, ya lo verás —le dijo al camaleón en voz alta.
La
madre de Amalita sabía que el color rojo produce estrés en estos reptiles. Ella
no quería que le pasase nada al pequeño camaleón. pero sí quería que dejase de
camuflarse detrás de las letras del cuento.
Al día siguiente llamó a los niños y les dijo:
—¿Queréis ver al camaleón?
— Claro mamá.
-—Bien, pues coged unos rotuladores de color rojo
y pintad
todas las páginas del cuento.
Así
lo hicieron y, según los niños iban coloreando las páginas, nuestro amigo
empezó a sentirse mal. Ese color le producía una sensación muy extraña que le
fue dejando poco a poco sin fuerzas. El camaleón se cambió de hoja hasta que
llegó a la última página y no pudo seguir camuflándose más, entonces empezó a
marearse; se apoyó en la última línea del cuento y se quedó en el borde del mismo. Poco a poco
se fue resbalando hasta que cayó suavemente
al suelo. Los niños asustados llamaron a su madre:
—¡Mamá!,
el camaleón ha aparecido por fin, pero está enfermo. ¿Se va a morir? Nosotros
no queríamos que le pasase nada malo —dijeron compungidos.
—No
os preocupéis, un libro no es un sitio apropiado para que viva un animal de
esta clase. Metedlo en una caja y vamos rápido a los pinares.
Lo
cogieron con mucho cuidado y lo llevaron en el coche para no perder tiempo. Cuando llegaron al
bosquecillo, el aire de los pinos lo reanimó y el camaleón empezó a moverse con
lentitud. Lo colocaron sobre una ramita baja que había cerca de ellos y lo
observaron con paciencia. Se notaba que no había estado nunca al aire libre, parecía asustado:
—¡Pobrecillo!
Siempre metido entre las hojas de un libro—decían los niños.
A
los pequeños se les saltaron las lágrimas. El camaleón sacó su larga y pegajosa lengua y, por primera vez en su
vida, cazó una mosca. Se la tragó despacio, saboreándola. ¡Le supo a gloria!
Casi sin que se dieran cuenta, el camaleón
desapareció ante sus ojos.
—¡Ha
recobrado el poder de camuflarse! —dijo Amalita
—¡Se
ha curado! —exclamó su hermano.
Los
tres volvieron a casa contentos por
haber hecho algo hermoso. Enseguida se fueron a buscar el cuento y observaron que
se había efectuado un cambio en él. Aparentemente todo estaba igual, pero esta
vez sí que pudieron leerlo. Las letras
no se movían, ni los dibujos cambiaban. El camaleón hechizado ya no vivía allí.
¡Era libre!
lunes, 7 de febrero de 2011
El disfraz mágico 1er y 2º ciclo
El
disfraz mágico
Quique llegó a casa con una nota de su colegio.
—El martes de Carnaval todos los niños deberán venir
disfrazados para el festival que se celebrará en el salón de actos –leyó la
madre.
—Tendremos que comprarte un disfraz nuevo para la fiesta –le
dijo mirándolo de arriba abajo para calcular la talla que tendría su hijo en ese
momento—. Has crecido mucho desde el año pasado.
El niño se rió
orgulloso al escucharla.
Al día siguiente Quique estaba muy nervioso; iban a ir con su
abuela a elegir el disfraz.
Cuando llegaron a la tienda, había tantos que no sabían por
cual decidirse: de piratas, de chinos, de indios, de vaqueros. Él los miraba
todos, callado, sin decidirse por ninguno.
—¿Quieres uno de pirata? —le preguntó su madre.
Él movió la cabeza para los lados un poco enfadado.
—Pues no, parece que no le gusta —comentó su abuela.
Entonces, el niño vio uno que le llamó mucho la atención;
se soltó de la mano y salió corriendo a cogerlo.
—Este, mamá, quiero ir de jirafa –dijo muy contento
pensando que ya había encontrado el que quería.
—¡Claro, cómo no se me había ocurrido antes! Con lo que le gustan los animales,
quiere vestirse de jirafa. Ven Quique, vamos a probártelo.
La madre del niño descolgó el disfraz de la percha en donde
estaba colgado y se dirigieron los tres hacia una fila de personas que
esperaban el turno para poder entrar en la única habitación de la tienda que tenía un espejo.
—Lo siento señora, pero este disfraz no está disponible.
Tiene un letrero que lo indica: No está a la venta —les dijo la dependienta
cuando vio que se lo llevaban al probador.
El niño, al oír a la señorita, cogió una rabieta tan grande
que nadie lo podía consolar.
—Quiero este, quiero este —decía entre sollozos y suspiros.
La dependienta, viendo que Quique no tenía consuelo, se
conmovió.
—Bueno, cójanlo, no creo que mi jefa lo tenga reservado.
El niño dejó de llorar inmediatamente y, cuando les tocó la
vez, se metieron en el probador con el disfraz para ver cómo le quedaba. Le quitaron con
cuidado la funda de plástico que lo protegía, ¡era precioso! Parecía hecho de
la piel de una jirafa de verdad, todo de una pieza. En la cabeza tenía dos
cuernecitos negros que al niño le hicieron mucha gracia.
—Ven Quique, mete primero las piernas y luego los brazos.
Ahora la cremallera y por último te pondremos la cabeza —le explicaba su madre.
El niño se miró al espejo y sonrió viendo lo guapo que
estaba.
—Estupendo, te queda muy bien —dijo la abuela.
Las dos lo estaban contemplando
cuando observaron que ocurría algo muy raro, la tela del disfraz empezó a
pegarse al cuerpo del pequeño como si se tratara de su piel, su cuello se estiró y estiró de forma que la cabeza empezó
a subir y a subir tanto, que no cabía en el probador y la nariz y la boca se
transformaron en un verdadero hocico de jirafa. La abuela salió gritando:
—¡Socorro, socorro, ayuda! el disfraz está embrujado.
En ese momento, entró la dueña de la tienda y, al escuchar
los gritos, fue derecha al probador con un cubo a agua que echó sobre el disfraz
ante la mirada asustada de Quique y de su madre. Rápidamente, el cuello del
niño empezó a encogerse, la tela se le separó de la piel y volvió a ser como
era antes, un niño rubio con cara de
niño, no de jirafa.
—Lo siento mucho —les
decía la señora de la tienda disculpándose toda sonrojada—, no sé cómo la
dependienta se ha atrevido a vendérselo, ¡si ponía bien claro que no estaba a
la venta! Desde que me lo trajeron de África, este disfraz no me ha dado más
que problemas. Mañana mismo le devolveré.
—No la regañe señora, la culpa ha sido de mi hijo, que se
ha puesto muy pesado. La pobre chica no ha tenido otro remedio que dejar que se
lo probara —decía la madre de Quique respirando hondo, mientras se le pasaba el
susto, y la abuela se tomaba una tila.
Quique no dijo nada; sabía que por culpa de su cabezonería
había estado a punto de convertirse en una jirafa de verdad. Ahora le iban a
echar una buena bronca de camino a su
casa.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta; un repartidor
les entregó un disfraz de indio que les enviaba la dueña de la tienda con una
nota volviendo a disculparse por lo sucedido el día anterior. Cuando la madre
lo vio, llamó a su hijo:
—Mira Quique, por lo menos con este no te crecerá el cuello,
si acaso alguna pluma –comentó sonriendo para quitarle importancia a lo sucedido el día anterior.
El niño, mirándola con preocupación y sin ganas de bromas, le
dijo:
—Mamá, pensándolo bien, no quiero ir a la fiesta.
domingo, 6 de febrero de 2011
El niño azul 3er ciclo
![]() |
Dibujo de Guille Martínez Ortiz |
Cuando Oscar nació todo el mundo estuvo de acuerdo, ¡era un niño
precioso! Solo le veían una pega: el color de su piel. Esta era de un color azul brillante como el mar, ese mar
tranquilo que baña la costa en las mañanas de primavera. Él fue el primer bebé
que apareció con ese problema, pero después, sin que nadie lo pudiese remediar vinieron
a este mundo algunos niños más con esa misma peculiaridad: ¡eran azules!
Antes de que ellos nacieran sus mamás no
dejaban de pensar con tristeza en sus hijitos. Estaban acostumbradas desde
niñas a asomarse a las playas y acantilados gallegos y a admirar el azul
intenso de sus aguas. Ahora, todo estaba manchado y negro; nada era como antes.
Muchas tardes, después de dar largos y melancólicos paseos por la orilla, las
gentes del pueblo las oían lamentarse:
—Nunca imaginé que cuando mi hijo naciese iba a estar el agua
tan sucia.
—¿Qué va a pasar con los peces? —decían mirándose con los ojos
llenos de lágrimas.
—¿Y con las gaviotas? también morirán si comen pescado en mal
estado —comentaban tan tristes que a sus vecinos se les partía el alma
viéndolas padecer tanto.
—Nuestra costa siempre ha estado limpia como un espejo y, ahora,
parece un basurero —se quejaban con pena.
Antes de todos los desastres provocados por los hombres, el agua
del mar era azul, y el deseo de las madres de recuperar ese color para que sus
hijos disfrutaran de él era tan grande que sufrían indeciblemente. Algunos
científicos, avisados por los pediatras que atendían a los niños azules,
investigaron los casos y coincidieron en que esa singularidad debía de estar
relacionada con los desastres que estaban ocurriendo en el mar: vertidos de
desechos industriales, productos químicos,
petróleo y fertilizantes en la
superficie del agua, además de grandes cantidades de plásticos y otras
sustancias, que causaban la muerte de tortugas, ballenas y pingüinos.
Tan grande era el deseo de las madres de que el mar recuperase
su estado anterior a la contaminación que, de repente, todos los sabios lo
comprendieron y estuvieron de acuerdo.
—¡Esto está claro! Lo que tienen los niños en la piel, es un
antojo.
—¡Es verdad! —comentaron
entre ellos. ¡Qué tontos hemos estado!
—Yo tuve una paciente con una mancha rosa en la cara ocasionada
por un deseo; su madre, quiso comer fresas durante el embarazo, pero no
consiguió ninguna porque era invierno —dijo
uno de los médicos
Por fin habían encontrado
la causa del problema y decidieron comunicarlo al Instituto de Investigaciones
Científicas para que intentasen solucionarlo, si es que tenía arreglo.
Mientras, en Brasil, por aquella época,
empezaron a venir al mundo: niños de color verde. Los médicos brasileños se
preocuparon mucho al principio. Luego, después de algunas indagaciones se
enteraron de lo sucedido en Galicia y poniéndose en contacto con los pediatras
que habían asistido a los congresos anteriores, coincidieron con ellos en que
efectivamente, el cambio de color de la piel de los niños era debido a antojos
maternos.
La selva Amazónica estaba desapareciendo a causa de la tala indiscriminada de grandes
árboles y de los incendios provocados por los hombres. Había muchas personas que estaban desoladas;
eran gentes que sentían que el mundo se estaba deteriorando por culpa del
progreso. Entre ellas, algunas mamás embarazadas sufrían pensando en las
máquinas que seguían talando árboles:
—¡Nuestros hijos no van a poder disfrutar del verde maravilloso
de su selva! ¡Ni tampoco de los animales que viven en ella! Se decían unas a
otras intentando buscar alguna solución. Tan fuerte era su deseo, que ocurrió
lo mismo que en Galicia, solo que los niños
brasileños nacieron verdes.
Por otro lado, en el continente africano, muchos
bebés de raza negra vinieron al mundo con la piel amarilla. Sus madres estaban
desesperadas; no podían alimentar a sus hijos y solo deseaban ver los campos
llenos de cereales con los que poder remediar su hambruna. ¡Esto sí que era
gravísimo y no se podía consentir!
Enterados de estos nuevos casos, los
científicos decidieron hacer una cumbre mundial, para buscar soluciones a este
gran problema. Invitaron a los jefes de gobierno de todos los países y a las
mamás de los niños afectados. Entonces, una representante habló en nombre de
todas:
—Señoras y señores, venimos aquí a pedir que salven nuestro
planeta. Queremos dejar a nuestros hijos este maravilloso mundo en las mismas
condiciones que estaba cuando nosotras lo heredamos de nuestros antepasados.
Este sueño no lo podremos realizar si no nos ayudan. Ustedes tienen la
capacidad, el poder y la fuerza suficiente para conseguir que nuestra tierra
siga siendo el prodigioso planeta azul que era hasta hace poco. Nuestro
sufrimiento ha sido tan grande que ha afectado al color de la piel de nuestros
hijos. ¡Por favor! pónganle remedio para que las generaciones futuras no sufran
este problema.
Entonces, empezaron a salir al escenario todas las mamás con sus
hijos en brazos, niños azules, verdes, y amarillos, para sorpresa y asombro de
todos los que estaban reunidos.
—¡OH! ¡Qué desastre! —decían abatidos, viendo las consecuencias
de la contaminación.
Cuando
se recuperaron de su estupor, los científicos decidieron no moverse de allí
hasta encontrar medidas para remediar el problema. Unos buscaron soluciones
para evitar que se transportara petróleo por el mar, otros insistieron en que
se debía pagar una cuota a los países Amazónicos y así no sería necesario talar
los árboles; todo el planeta se beneficiaría de su oxígeno, y ellos podrían
comer sin tener que vender la madera de la selva; por último, otros idearon
sistemas para embalsar grandes
cantidades de agua del rio Nilo y regar los campos y plantaciones de trigo en
el continente africano. Estuvieron trabajando durante muchos meses, codo con
codo, para conseguir que la tierra volviese a ser como antes. ¡Por fin lo
consiguieron!
Las madres volvieron contentas a sus países,
sintiendo que habían hecho algo realmente bueno para ayudar a los niños que ya
habían nacido y a los que quedaban por nacer. Para que no hubiese niños ni
azules, ni verdes, ni amarillos, sino
niños con el color natural de cada una de las razas que ya habitaban en
la tierra. Después de algún tiempo, el azul empezó a brillar en el mar, los
árboles crecieron otra vez en la selva y los niños de África pudieron
alimentarse correctamente.
¿Pero sabéis lo que pasó unos años después?
Según el agua se iba poniendo más azul, la piel de los chicos, se iba aclarando
hasta que se les volvió blanca. Los niños verdes, consiguieron recuperar el
precioso bronceado de la piel brasileña, según la selva adquiría su color
esmeralda y, los muchachos de África, lograron de nuevo, en sus cuerpos, un
brillante color chocolate, pues estaban bien alimentados. Así debía de ser.
Porque como todas las madres dijeron, solo querían, que la tierra volviera a
ser el maravilloso planeta azul que era antes.
viernes, 4 de febrero de 2011
RENATA UNA GATA ILUSTRADA, 1er y 2º ciclo
Renata una gata ilustrada
Renata, mi gata,
es blandita y
blanca
como el edredón
de mi habitación.
Sus largos bigotes
me hacen cosquillas
cuando se encarama
hasta mis rodillas.
Le gusta mucho leer.
¡Vivir para ver!
dentro de la biblioteca,
La he pillado muchas veces
tumbada sobre El Quijote
leyendo con atención
y riéndose un montón.
Tiene los gustos muy finos,
para ser solo un minino.
Yo creo que es una niña
y la pobre está encantada
por una bruja malvada.
Mi madre dice que no,
que es una gata
corriente
que está en esa habitación
porque le gusta acostarse
junto a la calefacción.
Mi padre también
insiste
en que lo de los hechizos
son solo cuentos de niños,
y que tengo que crecer,
¡que soy casi una mujer!
Aunque ayer, en un descuido,
se nos metió en la cocina,
y cogió de la basura
una raspa de sardina.
¿Estaré yo equivocada?
¿ Y si de verdad Renata
es simplemente… una gata?