La
ranita Rafaelita
En lo más profundo de un frondoso bosque había una gran
charca de aguas cristalinas. Los árboles eran tan altos que desde el agua
apenas se podía ver el cielo y el color del paisaje que rodeaba la charca era siempre
el mismo, verde. Parecía que
el mundo estaba hecho de un solo color aunque con diferentes matices.
Allí vivían una pareja de ranas también verdes, color muy natural
entre los batracios. Las ranitas estaban muy contentas porque acababan de tener
una gran descendencia formada por renacuajos de cabeza gorda y cola pequeña,
que se movían por la charca con una velocidad y
alegría extraordinarias. Las ranas papá y mamá les pusieron nombre a todos sus renacuajos, a la más pequeña la llamaron Rafaelita.
Rafaelita era una renacuaja muy simpática. Estaba muy orgullosa
de su cuerpo serrano y no quería crecer. Sabía que cuando lo hiciera, tendría
que cambiar la cola por dos pares de patas y, aunque le servirían para saltar y ver el mundo que
rodeaba la charca, esto de cambiar el
agua por la tierra firme no le hacía
ninguna gracia. A ella le encantaba su cola, pensaba que era la princesa de los renacuajos y que en
cuanto la perdiera dejaría de ser princesa.
Todos sus hermanos y hermanas ya se habían hecho mayores, se
habían transformado en unas ranas muy verdes y lucían unas patas flexibles y
elásticas. Con ellas podían dar saltos y salir del agua durante grandes
periodos de tiempo.
A Rafaelita no le daba ninguna envidia ver a sus hermanas
saltando alrededor de la charca.
—¡Parece que están locas! —repetía una y otra vez—. No sé
que le encuentran a eso de saltar, con lo bien que se está flotando suavemente sobre la superficie del
agua rodeada de preciosos nenúfares.
Un día en el bosque cayó una gran tormenta. El ruido de los
truenos era ensordecedor y los relámpagos iluminaban el cielo con una luz tan
brillante que en la charca estaban atemorizados. Era la primera vez que las ranitas
veían una cosa así.
—Mamá, ¿qué es aquello que brilla en el cielo? —preguntó
Rafaelita—, ese no es del color de
nuestro bosque. Ella no estaba acostumbrada a nada que fuera de otro color que
el verde.
—Son relámpagos —dijo
su madre—, y son de otros colores. No son verdes, son de un color
azul y amarillo muy intenso. En el mundo que hay dentro y fuera del bosque hay
muchos colores diferentes. Sin embargo, mientras no crezcas no podrás salir de la charca y no
verás todas las cosas bonitas que nos rodean.
Rafaelita, que pensaba que todos los colores eran tan
escandalosos como los relámpagos, le dijo:
—No mamá, no quiero ver más colores. Me dan miedo. Prefiero
el color verde de nuestra charca, de nuestros árboles y de nuestra piel; el
verde me tranquiliza.
La mama de la ranita la dejó por imposible:
—Esta niña no va a madurar
nunca.
Al poco rato, la lluvia empezó a caer más despacio hasta
que paró de llover y, en ese momento, apareció en el cielo el Arco Iris.
Rafaelita se quedo pasmada mirándolo. Allí arriba había
algo redondo, parecido a medía charca, formado por diferentes colores, tan suaves
que no la asustaron como le había ocurrido con los relámpagos.
—Mamá, ¡qué colores tan bonitos! Nunca los había visto.
—Eso que estás viendo es un Arco Iris. Siempre sale después
de llover y tiene siete colores preciosos.
—¿Cómo se
llaman mamá? —preguntó Rafaelita muy excitada ante tanta belleza.
La madre le enumeró los siete colores por el orden en que
aparecían en el cielo:
—El rojo está en la parte exterior del arco, luego viene el
naranja, el amarillo, el verde, el azul, el añil y por
último el violeta que está en la parte interior.
—Mamá, esos colores no me asustan; quiero ver más cosas de
colores. ¡Quiero hacerme mayor!
—¡Menos mal! —exclamó su madre—. Creía que nunca ibas a
dejar de ser un renacuajo. Si quieres crecer, tienes que comer todas las moscas
y mosquitos que puedas atrapar.
Pronto dejó su cola, que cambió por dos pares de patas como
lo habían hecho anteriormente sus hermanas. Todos los días salían de excursión
por los alrededores para investigar el colorido que les ofrecía la naturaleza.
La primera excursión fue la del color azul. Esa fue muy fácil
de hacer, no tuvieron más que atravesar la barrera de altos árboles que rodeaba
la charca y apareció… ¡el cielo! Se tumbaron todas boca arriba, aunque era una
postura algo incomoda para ellas y se pusieron a admirar el color azul. La mamá
les explicó:
—El cielo es de color azul, pero cuando amanece o se pone el
sol se llena de tonos rojizos, amarillos y violetas. De noche cuando estáis
dormidas se oscurece y el tono pasa a azul
oscuro, pero de todas formas siempre es precioso.
Todas las ranitas estaban encantadas con las
clases que les daba su mamá. Rafaelita llegaba muy cansada y
llena de emociones. Ya no se acordaba de su cola ni de si era o no princesa, solo recordaba la belleza de
los paisajes que ese día acababa de visitar y se dormía pensando en el próximo
viaje que le descubriría una nueva variedad de colores. La ranita se había dado cuenta de que
el mundo era un gran cuadro que estaba ahí para ser admirado por todos, incluidos
los diminutos habitantes de la charca.
2 comentarios:
Querida Conchita, ha sido una sorpresa muy agradable encontrarme con la creación de tu Blog. Acabo de leer LA RANITA RAFAELITA, y me ha encantado.
Me parece un bonito cuento y además está muy bien contado y muy bien escrito.
FELICIDADES, aquí ya tienes una lectora incondicional.
Seguiré leyendo todos los demás y comentándolos.
Un abrazo Manuela
A los alumnos del primer ciclo del CEIP Virgen de la Fuensanta les ha encantado el cuento.
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